Ayer apareció un video en internet donde operadores políticos de dos senadores panistas están recibiendo dinero en efectivo. No sabemos quién se los dio ni para qué se los dieron. Todo esto se da en el contexto de las acusaciones de Emilio Lozoya, quien ha denunciado que parte del dinero de los sobornos de Odebrecht se utilizaron para comprar votos en el Poder Legislativo a favor de las reformas estructurales del sexenio pasado.
La compra de votos de representantes populares es tan vieja como la democracia misma. Eso no quiere decir que se justifica. Es una práctica que pervierte el sistema democrático.
De acuerdo con la Real Academia Española, comprar significa “obtener algo con dinero”. Si un presidente, por ejemplo, le ofrece un millón de pesos a un senador a cambio de su voto a favor de una iniciativa que el Ejecutivo está proponiendo, estaríamos frente a un soborno.
Sin embargo, qué tal si le ofrece aún más dinero, digamos que cien millones, para construir una carretera en el estado del senador que desde hace varios años éste lleva prometiendo a su electorado. ¿También eso se consideraría como un soborno? ¿Se vale en una democracia este tipo de intercambios?
El primer caso —de dinero público que se queda el legislador en su bolsa a cambio de su voto— no tiene por qué debatirse: es corrupción dura y pura. Y es lo que se viene denunciando en México desde hace muchos años, no sólo ahorita con el caso de Lozoya.
Es gravísimo. Sobre todo cuando hablamos de reformas legislativas profundas. Supuestamente, el PAN estaba ideológicamente a favor de estas reformas. Podría pensarse que no se requerían sobornos para que votaran a favor de ellas. Pero la codicia humana no conoce límites y quizá lo que estaríamos viendo es que, más allá de la compatibilidad ideológica, los legisladores solicitaron su “moche” y el gobierno priista se los repartió alegremente.
El problema de los sobornos a legisladores no sólo es viejo, sino que no conoce fronteras.
En Brasil, José Dirceu, exjefe del gabinete del presidente Luiz Inácio Lula da Silva, fue condenado por el sonado caso Mensalão. Le comprobaron que, desde su oficina, compró votos de legisladores de partidos diferentes al del presidente para garantizar que ciertas leyes se aprobaran en el Congreso.
Cómo olvidar a Vladimiro Montesinos. En un famoso video vimos cómo el asesor del presidente de Perú, Alberto Fujimori, le entregaba 15 mil dólares en efectivo a un congresista opositor para que se cambiara de partido y votara las iniciativas legislativas del presidente. Montesinos, a la postre, fue condenado por éste y otros crímenes más.
Pero una cosa es dinero, presumiblemente público, para que se lo quede el legislador en su cuenta privada, y otra muy diferente es el intercambio de favores que, de hecho, es el aceite de las democracias. El famoso quid pro quo: “yo te doy esto a cambio de que tú me des aquello”.
Pocos políticos como el expresidente de Estados Unidos, Lyndon B. Johnson, para realizar este tipo de transacciones. El texano, quien antes de pasar al Ejecutivo fue el líder de los demócratas en el Senado, tenía tres preceptos que utilizó con gran eficacia durante su paso por la Casa Blanca: “hay que contar”, “hay que ofrecer y cerrar tratos” y “hay que llevar registros”.
Primero está la importancia de los números en una democracia. ¿Cuántos votos se necesitan para aprobar una ley? ¿Cuántos se tienen asegurados? ¿Cuántos faltan? ¿De dónde podemos sacarlos? Johnson calculaba. Sabía que, para ganar, sólo se requiere el margen de un voto. El presidente salía a buscarlos. De ahí su segundo precepto: strike a deal. Pedía y ofrecía. Era un mercader de la política. Vamos a construir la presa en tu estado a cambio de tu apoyo en la iniciativa de derechos civiles. Quid pro quo. Persuadía, manipulaba, presionaba y, en algunos casos, hasta amenazaba dentro de lo que permitía la ley. Y siempre llevaba registros de sus maniobras. Keep a book. Anotaba cómo se había comportado cada uno y cada cual a la hora de las definiciones. Cuando podía, los premiaba o castigaba. Era generoso con los aliados e implacable con los adversarios.
Aquí, en México, se decía el sexenio pasado que el presidente Peña era un político eficaz dispuesto a utilizar el quid pro quo para sacar adelante su agenda legislativa. Hoy nos estamos enterando que también repartía dinero a los congresistas, lo cual, por cierto, todavía tiene que comprobar la Fiscalía General de la República.
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