Las monarquías son un anacronismo insostenible. Como hijo del continente americano me resulta muy ajeno entender el concepto de un jefe de Estado, cuyo único mérito es haber nacido de cierto padre, de cierta madre y en un momento adecuado. Es una aberración, por más que me digan que se trata de una tradición profunda y que los monarcas se preparan toda su vida para ejercer su puesto con dignidad y nobleza.
Pamplinas. Los reyes son seres humanos de carne y hueso. Es cierto que algunos han sido excepcionales y ejemplares representando los mejores valores de sus naciones. Pero la gran mayoría son individuos con vicios y virtudes.
A algunos ni siquiera les gusta su cargo. Nadie les preguntó si querían ser reyes. Así nacieron y, por herencia, tienen que ejercer el papel para el que llegaron a este mundo. Muy pocos de los monarcas insatisfechos se atreven a hacer lo correcto: abdicar para hacer lo que se les paga la gana con su vida. Les da terror tener que trabajar para sobrevivir como lo hacen sus súbditos. Prefieren “sufrir” en palacios en su mundo de pompa y circunstancia. Pobrecitos.
Los lectores de esta columna saben que soy republicano hasta el tuétano. Creo que los jefes de Estado deben ser elegidos por el pueblo o sus representantes. Es lo correcto: a partir de un criterio meritocrático no aristocrático. Ya llegó la hora, en este nuevo milenio, que las monarquías —por más constitucionales, liberales y democráticas que sean— desaparezcan.
Traigo a colación este asunto por lo que está sucediendo en España.
El rey Juan Carlos I jugó un papel muy importante en la transición del autoritarismo franquista a la democracia parlamentaria. Nadie puede negarlo. Fue una de sus grandes virtudes.
Algunos dicen que también fue importante su intervención para resolver el intento de golpe de Estado en 1981. La realidad, como lo demuestra el magnífico libro de Javier Cercas (Anatomía de un instante) sobre este acontecimiento, es que el rey Juan Carlos dudó y sólo intervino a favor de la democracia hasta que vio que el golpe de Tejero había fracasado.
Los vicios de Juan Carlos han eclipsado sus virtudes. Resulta que el Borbón era más humano de lo que creíamos.
Hoy sabemos, a través de la prensa de los chismes de sociedad, que le gustaban mucho las mujeres. Le era infiel a su esposa. Muy su problema, salvo por la hipocresía de mantener una supuesta imagen de católico virtuoso.
En 2012 nos enteramos que se rompió la cadera cazando elefantes en Botsuana. La cacería siempre fue una tradición de las casas reales europeas. Pero, en pleno siglo XXI, es una barbaridad, sobre todo la de elefantes africanos que están en peligro de extinción. La frivolidad de Juan Carlos I quedó comprobada.
A pesar que el Estado español le pagaba muy bien y le proveía de palacios y sirvientes, el Borbón tampoco pudo dejar a un lado otra tradición de los de su noble estirpe: enriquecerse desde el poder.
Hoy sabemos que Juan Carlos tenía un par de fundaciones registradas en paraísos fiscales que habrían recibido cien millones de dólares de Arabia Saudita, de los cuales 65 millones de euros los transfirieron, en 2012, a una de sus examantes, la danesa Corinna Larsen.
En 2014, Juan Carlos I abdicó. Su hijo Felipe, cuyo mérito mayor es haber nacido como heredero de la corona, asumió el papel de jefe del Estado y de las fuerzas armadas españolas. La sucesión se adelantó con el fin de despresurizar los ataques crecientes a la monarquía producto de la mala imagen del rey Juan Carlos debido a sus tropelías.
El padre de Felipe VI se quedó como “rey emérito” ganando un salario de 225 mil dólares al año más prebendas reales y la posibilidad de vivir en el Palacio de la Zarzuela.
Como emérito, Juan Carlos cuenta con fuero, pero, como abdicó al trono, sí puede ser imputado por las autoridades. Ya lo están investigando por posible lavado de dinero y delito fiscal.
El pasado 3 de agosto, Juan Carlos le envió una carta a su hijo, Felipe VI, informándole de su “decisión meditada” de abandonar España. Menudo destino para un rey que nació en el exilio por la Guerra Civil española y que podría terminar sus días también en el exilio. Un rey que, en su momento, fue aplaudido, pero que resultó más terrenal de lo que se pensaba.
Es hora que España y los otros países monárquicos de Occidente, por más democráticos que sean, den el paso y se conviertan en repúblicas donde los puestos políticos, por más decorativos que sean, los ostenten individuos admirables con méritos y no gente que supuestamente tiene sangre azul.
Twitter: @leozuckermann