Descartando las explicaciones oficiales, especialmente mentirosas en este sexenio, siempre albergué dudas sobre las versiones más socorridas para explicar el inexplicable viaje de López Obrador a Washington. La de un incendio invisible que había que apagar me parecía factible, pero un poco descabellada: no hay secretos que duren mucho en este ambiente mundial. La de buscar el envío de una señal a inversionistas nacionales y extranjeros de una “rectificación” en materia económica, se me hizo retorcida: para qué tanto brinco… Bastaba con corregir cualquiera de los errores icónicos de este gobierno. La de una exigencia de Trump, al estilo Don Corleone, para elevar su voto latino y darse baños de estadismo en plena debacle en las encuestas parecía más verosímil, pero no respondía a la pregunta de porque López Obrador se veía obligado a ceder ante la presión norteamericana para realizar un viaje allí y ahora. Al igual que la mayoría de los críticos de la visita, nunca auguré un pleito entre los dos mandatarios —otra mentira de López Obrador— sino simplemente que no veía las razones del viaje.
A la luz de la visita misma a Washington, me quedo con una versión modificada de esta última explicación. Corresponde a lo que supe hace casi un mes, cuando publiqué en mi blog de nexos del 18 de junio que crecían las presiones de la Casa Blanca para que AMLO visitara a Trump, y que ni Palacio ni Relaciones hallaban como zafarse. Fue debido a esa enorme presión de Trump que la visita se hizo; Relaciones logró imponer ciertas condiciones —cero preguntas de la prensa, cero tweets antes o durante la visita, cero improvisaciones de Trump— pero a cambio de ceder en lo esencial.
Ilustración: Víctor Solís
Trump necesitaba, con urgencia, un certificado de buena conducta del presidente de México en un aspecto muy particular: el trato a México, a él, y sobre todo, a la comunidad mexicanoamericana y mexicana en Estados Unidos. Este universo diverso y complejo fue subsumido bajo el término de “paisanos”, y López Obrador pronunció las palabras mágicas: “Quise estar aquí para agradecerle… a usted, presidente Trump, por ser cada vez más respetuoso(s) con nuestros paisanos mexicanos”. No transcurrió ni una hora antes de que el tweet de la campaña de Trump (no el personal suyo) citara varias expresiones de López Obrador (en español) respondiendo a una velada crítica de Joe Biden a la visita.
Yo había sugerido que el voto hispano no se encuentra en manos de López Obrador, que está muy mayoritariamente cargado en contra de Trump, y que éste es demasiado sagaz para pensar que un “endorsement” o espaldarazo público a su relección por parte del mexicano pudiera mover la aguja. En términos del país entero, sigo pensando lo mismo. No entendí la pertinencia del estado de Texas.
Ningún Demócrata desde Jimmy Carter en 1976 ha ganado en el estado de Texas, que tiene 34 votos electorales, el segundo total más grande la unión. El porcentaje latino o hispano de votantes fue de 11-12 % del total en 2016 y 2018, según las encuestas de salida. Trump obtuvo el 29 % de ese segmento en 2016, y se llevó el estado con un margen de más de 9 % sobre Hillary Clinton.
Normalmente, Trump no tendría problemas esta vez con ese estado. Pero se trata de una entidad de vida o muerte para él. Sin Texas, no hay reelección. Él y su equipo lo saben. El problema es que una elección anteriormente “barco” se ha cerrado enormemente. Según el sitio 538, Biden y Trump se encuentran estadísticamente empatados hoy, ambos con 46-47 %. Real Clear Politics le da una ventaja de 2.5 % a Trump, dentro del margen de error. En una contienda así, cada voto cuenta.
El electorado latino en Texas es abrumadoramente de origen mexicano. No hay cubanos, puertorriqueños, centroamericanos o ecuatorianos. Si la vista de AMLO le atrae en par de puntos más de ese voto a Trump —de 29 % a 31 %— la victoria es factible. Si los hermanos Castro —los buenos, Joaquín y Julián— hacen bien su chamba entre sus paisanos, Trump pierde Texas y la presidencia. Ésa fue la apuesta de Trump, y a la que se prestó López Obrador.
Ahora bien, para quedar bien con Trump, ¿valía la pena? Yo no comparto, desde luego, los lugares comunes sobre la no-intervención en los procesos electorales ajenos. En Europa todos lo hacen; Obama lo hizo varias veces; Estados Unidos a su manera en cien elecciones en América Latina y en Europa. Tampoco me preocupa apostarle a un caballo perdedor; resulta un poco ocioso cuando todo indica que Trump va a perder, pero al fin el olfato electoral de López Obrador puede valer más que las encuestas. Y los daños de largo plazo con los Demócratas son reparables, aunque a corto plazo resulten considerables: ver la carta de seis congresistas hoy sobre la no-implementación por México de las disposiciones laborales del T-MEC. Me molesta mucho, me duele, que el gobierno de México le otorgue su respaldo electoral al peor presidente de Estados Unidos en casi 100 años, al partidario de la supremacía blanca, al que ha hecho todo por destruir el sistema multilateral, al que insulta a media humanidad todos los días, el más corrupto desde Warren Harding. Termino con una gran cita, desempolvada por Jorge Andrés Castañeda: “Todas las circunstancias estaban reunidas para propiciar el estallido de un conflicto que hubiera precipitado la catástrofe”. Gran mérito, evitarlo. (Neville Chamberlain, al regreso de Munich, 1938).