Para mis amigos Darío Canek y su padre, el profesor Jesús.
Para los anarquistas, la respuesta a la pregunta central de este artículo está justo en el interior de sí misma: pagamos impuestos, debido a que la fuerza coercitiva del Estado nos lo impone, so pena de cárcel (ergo, si no nos lo impusiera, por supuesto que no los pagaríamos, ni locos).
Pero todos los demás que sí tenemos siquiera un par de neuronas (¡perdón!, quise decir, los que no somos anarquistas -error de tecla-), lo hacemos con la esperanza y la firme convicción de que seremos retribuidos, por ese mismo Estado, con una serie de bienes y, sobre todo, servicios que, sin lugar a dudas, tendrán para nosotros un valor mucho mayor que el que tenía aquel dinero nuestro que se nos ha obligado a entregar a las arcas tributarias de semejante gobierno. Y como sabemos que uno de los más elementales principios económicos es que, si yo le entrego cien pesos al carnicero a cambio de un kilo de carne es, obviamente, porque valoro mucho más su kilo de carne que mis cien pesos y viceversa (si no fuera así, sencillamente no le entregaría mi dinero o, en su defecto, él a mí me privaría de su kilo de carne a menos que le entregara 200 o 300 pesos, o qué sé yo cuánto), y como comprendemos lo anterior, decía, podemos deducir que un gobierno que le retorna a su ciudadanía menos de lo que le arrebató a la fuerza, es un gobierno fallido, que, seguramente, perderá la confianza y la aprobación de gran parte del pueblo al que gobierna y, peor aún, su razón misma de ser y de existir.
¿Y, entonces, por qué en Finlandia la gente sí paga impuestos? Pues básicamente por eso mismo: porque, en el fondo, una gran cantidad de sus ciudadanos siente que lo que se le regresa, vale más que lo que se le ha quitado.
Así de simple.
Claro, Finlandia es un país rico. Sus arcas están plagadas de dinero, lo que significa que a los finlandeses se les quita mucho, pero también se les regresa mucho, muchísimo. Por otro lado, me temo que tendríamos que ser una especie de fanático religioso, proveniente del más oscuro pueblo de la inquisición española, para negar las diversas herramientas científicas que hemos desarrollado a través de los siglos para determinar la riqueza de los pueblos, y, desgraciadamente, con base en ellas sabemos con total certeza que las playas bonitas por sí solas (o los ecosistemas variados, o la amabilidad, felicidad o la belleza física de sus habitantes) no necesariamente hacen a un país rico en términos económicos; y por eso nuestro México, estrictamente en dichos términos, es un país relativamente pobre, en contra del imaginario colectivo, que suele creer que el tener pirámides o al imperio mexica impreso dentro de las páginas de nuestra historia, nos torna automáticamente en millonarios (aunque, por otro lado, curiosamente sí suele comprender sin problema alguno que Finlandia es económicamente rica, aunque en su maldita geografía no haya recurso natural alguno sino solamente un interminable desierto de nieve, cisnes cantores, percas, muguetes y abedules).
¿Así que qué debe hacer un país pobre, como el nuestro, para que la gente pague impuestos si, evidentemente, no es capaz de ofrecerle a su población todo lo que Finlandia sí puede ofrecerle a la suya?
Pues en realidad sólo tenemos de a dos moles: 1.- Les ofrecemos lo mismo que Finlandia le ofrece a los suyos (¡incluso más!), pero, obviamente y como somos pobres, no “a la finlandesa”, sino a niveles “patito” (es decir: les inventamos que tienen derecho a la vivienda, y les damos una chocita de mala muerte, sin escrituras, sin drenaje, sin agua, sin luz y sin techo), pensiones (pero se las pagamos tarde y que éstas sean auténticamente risibles), salud, educación (y decimos que ambas son buenas, aunque sepamos que, en comparación con la salud y la educación finlandesa, son una auténtica basura), etc. O: 2.- Les ofrecemos puros servicios de nivel finlandés (¡incluso de mejor calidad!), pero, como somos pobres, en vez de ofrecerles 10 derechos o servicios, les ofrecemos uno, ¡uno solo! pero, insisto, de calidad finlandesa (o incluso superior a ésta).
El debate es entonces, el clásico dilema entre si es mejor cantidad o calidad (y, spoiler alert, lo correcto, muy en especial cuando se tienen pocos recursos, es ofrecer poco pero de calidad excelente, y no mucho, pero de una pésima calidad -y claro, lo idóneo sería ofrecer mucho y de muy alta calidad, pero amigo, date cuenta, somos aún sumamente pobres, aunque usted no lo crea, así que vayamos pasito a pasito, suave, suavecito…-)
En resumidas cuentas, podemos decir que si optamos por la calidad por encima de la cantidad (como debe de ser), podremos ir educando al pueblo, de una manera un tanto orgánica, natural, para que: 1.- se acostumbre a recibir de regreso de parte del gobierno más de lo que éste último le ha quitado, y: 2.- recobre (el pueblo) la confianza en el gobierno y, de esta manera, eventualmente incluso pueda soportar (digamos que al menos con cierto gusto o resignación), una presión fiscal de aun mayor intensidad que la que ya “padece”, pues al menos sabrá de manera fehaciente que sus recursos serán no correcta, sino excelentemente administrados y reinvertidos en pro de su propio beneficio.