Tarde o temprano a todos nos llega el hartazgo por el confinamiento en nuestras casas. Al fin y al cabo somos animales que nos caracterizamos por una alta interacción entre nosotros. No sólo eso: gracias a la globalización, el mundo se ha hecho más chiquito para una buena parte de la población mundial. La famosa “aldea global” de Marshall McLuhan. Sin embargo, ahora nos encontramos recluidos en el lugar más chiquito de todos: unos cuantos metros cuadrados de nuestras casas.
No sé usted, pero yo sí extraño el mundo antes de la pandemia. La normalidad de salir a trabajar, visitar a la familia, divertirse con los amigos y comer en un changarrito. Ahora que estoy en este tono melancólico, hasta extraño irme peleando en el tránsito capitalino.
Entre semana, salgo en las noches a hacer mi programa de televisión. Manejo a Televisa Chapultepec en medio de una ciudad fantasma. De ida hay pocos coches. De regreso, camiones y patrullas. La Gran Tenochtitlan deshabitada. Se siente raro. Como película de terror.
Hablando de terror, en lo personal, ya no soporto las reuniones por plataformas de internet. Las juntas de trabajo, pues ni modo, hay que hacerlas. Pero las personales son las que más me disgustan. Me parece horrible y tristísimo ver así a mi madre, mis hermanos y sus familias. Mi padre, el pobre, no ha aprendido cómo prender el micrófono de su teléfono por más que le hemos tratado de explicar. Sólo se queda callando viéndonos a los demás.
Sin duda, mejor el Zoom que nada. Sin embargo, las conversaciones suelen ser torpes y desorganizadas. No hay muchas ganas de platicar porque el ambiente de la epidemia es sombrío. Lo hacemos más por ganas de vernos que de convivir. Lo mismo me pasa en las reuniones con los amigos.
Esta semana me ocurrió algo todavía más triste. Una vieja y querida amiga finalmente perdió la lucha contra el cáncer. Por disposición de las autoridades, no pudimos ir a su entierro a despedirla como se merecía. Tampoco asistir, como dicta la tradición judía, a la ceremonia de la Shiva, donde los deudos reciben las condolencias de la comunidad durante siete días. Esta costumbre milenaria ayuda mucho para alivianar la pesadumbre de los dolientes.
El caso es que a la familia de mi amiga se le ocurrió organizar la Shiva por Zoom. Gran idea tomando en cuenta las restricciones sanitarias. El primer día entraron más de cien personas a la reunión virtual. Unos llorando, otros con un nudo en la garganta. Como suele suceder en estos casos, un rabino trató de explicar lo inexplicable, es decir, la muerte. Algunos de los asistentes se animaron a hablar. Yo no pude. No me sentí cómodo con el formato de la vía remota.
Ese mismo día, otro grupo de amigos organizó unos “chupes” también por Zoom. Se conectaron para platicar mientras se echaban unos tragos. Yo, después de la Shiva virtual, ya no pude hacerlo.
Mis hijos están tomando clases por internet. Los veo desmotivados y aburridos. Me duele porque sé que los niños y jóvenes son los que, naturalmente, más disfrutan estar fuera conviviendo con sus compañeros y amigos.
Traigo a colación este asunto porque cada vez leo más artículos que dicen que así será la vida de los seres humanos después de la pandemia. Mayor confinamiento en los hogares y menor interacción social. Me rehúso a aceptarlo. Los humanos somos seres tribales. Nos gusta platicar y tocarnos con los de nuestra tribu y conocer a los de otras. Industrias enteras de la economía dependen de esto.
El confinamiento es más doloroso en un país como México, donde hay una cultura más familiar. En Nueva York era imposible conseguir una mesa para diez personas en un restaurante porque no había demanda para ellas. Nadie salía a comer con toda su familia en un domingo. En la Ciudad de México es igual de imposible porque hay mucha demanda. Los restaurantes no se dan abasto de tantas mesas concurridas. No por estereotipar, pero los mexicanos somos más tribales que otras naciones. Yo, como chilango, extraño eso. Ver, platicar y tocar a los de mi tribu. Que no me vengan, entonces, a pronosticar que eso será una cosa del pasado. Estoy seguro que algún día, muy pronto, se acabará este maldito confinamiento. Que podremos celebrar la vida cotidiana y, cuando alguien querido se nos muera, despedirlo en el panteón como se merece.
Twitter: @leozuckermann