En estos días que conocen oscuros altibajos algunas páginas escritas por José Saramago danzan en la memoria. Nos remiten al relato de un pueblo que hasta algún momento conoció y elevó ordinarias oraciones a la muerte y a los muertos. Final humano previsible, imparable, que obligó a construir cementerios, aprender oraciones, prolongar si es posible lo inevitable, y, al fin, aceptarlo.
Les pareció evidente: Dios no habitaría los cielos y gobernaría a la humana criatura si ésta considerara que el irrefrenable fin no es más que una metáfora que nos diría que tal vez envejecemos, pero el cierre absoluto de la vida no habrá de llegar.
Y en y por estas circunstancias se difundiría un festivo carnaval: danzas en las calles, cierre de iglesias y cementerios, desalojo de gobiernos y policías por innecesarios, y el jubiloso olvido de metafísicos interrogantes. Pero al final – y sin final- la ausencia de la muerte reduciría el ánimo, cerraría el instinto y la reflexión, y daría término al humano amor. No cabe olvidarla.
Escenarios bien construidos por Saramago que ganan actualidad en estos días cuando noticias y discursos sobre la muerte y los muertos se difunden y multiplican en el mundo. Hechos que revelan- si pruebas se necesitan- la humana fragilidad y acentúan la angustia existencial. Lamentablemente, no suelen interesar a algunos gobernantes y políticos – desde USA a China – cuando festejan en los días que corren lo que han hecho y hacen, coronando y compitiendo con el número de muertos en sus países como evidencias de sabia conducta.
Lamentablemente, ni lágrimas ni dilemas existenciales vislumbro en esas tribunas que hoy – también ayer – politizan la humana finitud.