Posiblemente el tenerle buena fe a una persona sea simplemente sinónimo de ser optimista para con ella. Es, en pocas palabras, bendecirla en vez de maldecirla, es decir, desearle, con toda el alma y la mente, que tenga éxito en todo propósito moral que ésta tenga la intención de alcanzar.
Si una persona se propone algo tan laudable como dejar de beber alcohol en exceso (por poner un ejemplo), yo, su prójimo, tengo ante ella básicamente dos caminos posibles a tomar: el de alentarla a hacerlo (en especial si la medicina le ha también recomendado que renuncie a semejante vicio), deseando con toda el alma que lo logre e inclusive ofreciéndole toda la ayuda que me sea posible otorgarle para que alcance sus morales objetivos (lo que básicamente significa tenerle a dicho individuo “buena fe”) o, como segunda opción, el de enlistar una larga serie de defectos suyos (imaginarios o incluso enteramente reales) y poner a éstos como pretexto de lo que le garantizo que será una futura y adicional derrota suya (y esto último, justamente, es lo que significa tenerle mala fe a alguien). “Vamos, ya lo has intentado antes y siempre fracasas”, etc. Y lo curioso es que, si optamos por lo segundo (por la mala fe), tendremos razón la gran mayoría de las veces, pues lograr grandes cosas es, para bien o para mal, una hazaña casi imposible de alcanzar. Una estadística seria en relación con el libre mercado, por ejemplo, indica que la probabilidad de fracaso de un empresario novel es nada menos que del 82% (fuente: Smallbiztrends.com STARTUP STATISTICS), lo que significa que, si mi vecino me narra emocionado que abrirá un puesto de tacos, lo más probable es que fracase y que, por ende, mi tóxico y presunto pesimismo al respecto (en caso de haberle augurado que no tendría éxito alguno), tiene en realidad una avasalladora posibilidad de terminar por darme la razón sobre el asunto.
Y es justo por eso que el escoger amar siempre será más difícil e improbable que el odiar. Pues el que desea y espera pacientemente el éxito de los bienintencionados propósitos del prójimo, demuestra, de forma tangible, que lo ama; mientras que aquel que profetiza soberbiamente el inevitable fracaso de todos sus nobles propósitos, demuestra (por medio de su corrompido discurso) que en realidad lo odia.
Y claro que uno puede opinar libremente (siempre con el genuino fin de colaborar al éxito del prójimo, por supuesto) cuando alguien nos tiene la sagrada confianza de expresarnos sus sueños más íntimos. Es decir: si mi mejor amigo me confiesa que desea con toda su alma bajar unos cuántos kilitos, pero piensa lograrlo ingiriendo el doble de calorías que lo llevaron a tener semejante sobrepeso, así como realizando la mitad del ejercicio que ya acostumbraba llevar a cabo, es enteramente moral que le sugiera que vaya a un buen nutriólogo, para que éste le muestre cómo toda la más refinada literatura científica al respecto pronostica que, con dicha metodología, lo más probable es no sólo que no alcance sus nobles metas, sino que incluso empeore considerablemente su situación presente.
Tampoco es mala fe poner toda nuestra esperanza en que el prójimo fracase, pero en el particular caso de que éste se haya propuesto alcanzar un objetivo inmoral (como secuestrar a una persona, asaltar un banco o qué sé yo). Todo lo contrario: de hecho sería tenerle mala fe si deseara y/o esperara lo contrario, es decir, que tuviera éxito en tan criminales cruzadas.
Y, por último, tenerle buena fe a una persona no es idolatrarla, ni mucho menos. No significa tampoco convertirnos en su fan. No significa siquiera admirarla (no necesariamente). Tampoco garantizarle fanáticamente que tendrá éxito en todo lo que se proponga, pues eso sería ser viles charlatanes para con ella. Se trata simplemente de, sin negar la realidad y la complejidad que implica la misión laudable que se ha propuesto conquistar, desearle a nuestro ser amado (o sencillamente a nuestro prójimo), de corazón y de acción (es decir, ofreciendo incluso nuestra ayuda, por pequeña que ésta sea, para que dicho objetivo pueda materializarse) que logre alcanzar (ya sea tarde o temprano) sus metas morales más anheladas y contenidas en lo más profundo de su espíritu.
Así que nunca olvides demostrar tu amor con hechos, pero también con palabras, y las palabras colmadas de una auténtica y buena fe para con nuestros seres amados, son enteramente indispensables para que podamos afirmar que éstos en realidad son aquello que decimos que son (es decir, que en realidad los amamos).
Para mi amada esposa, Beth.