La comentocracia, el empresariado, Polanco y las Lomas se han espantado mucho en estos días con tres declaraciones, decisiones y advertencias de la 4T, recién hechas públicas. La primera —y más grave, para el país— se refiere al llamado “golpe eléctrico”, donde para todos fines prácticos el gobierno suspende la inversión y la entrada en operación de nuevas instalaciones de energía renovable no hidroeléctrica, toda privada, nacional o extranjera. Lo hace porque no tiene donde colocar el combustóleo que generan tres refinerías de PEMEX y que antes en parte se vendía a buques-tanque o cargueros, pero que a partir de este año, por decisión de la International Maritime Organization, ya no pueden consumirlo, por contaminante. Lo hace porque a López Obrador no le gusta la generación privada de energía, aunque se le venda a CFE, y porque no parecen gustarle ni a el ni a sus colaboradores la energía eólica o solar (la nuclear, quien sabe). No solo se pierden inversiones ya realizadas, sino muchas más en camino; México emprende el magnífico camino de sustituir, aunque solo fuera parcialmente, energía renovable por no renovable. ¡Bravo, 4T!
La segunda fue la finta/indiscreción/provocación de Ramírez Cuellar a propósito de la supuesta entrada del INEGI a las casas y cuentas de los ricos (el primer decil o centil de la distribución del ingreso), para investigar los ingresos y el patrimonio de quienes subreportan en las Encuestas Nacionales de Ingreso-Gasto de los Hogares (ENIGH), base de todo el análisis de la desigualdad. Pusieron el grito en el cielo, porque para variar, la 4T tomó una buena idea y la echó a perder.
Ilustración: Víctor Solís
Desde hace años, se ha planteado la necesidad de que las cifras de desigualdad en el país (el coeficiente Gini, entre otras) no surjan exclusivamente de las ENIGH. El director del INEGI, Julio Santaella, lo sugirió desde agosto de 2017 en un ensayo en nexos. Sin los datos del SAT para los más ricos (no sus nombres: sólo los ingresos reportados al fisco por las personas físicas más opulentas), nunca sabremos bien a bien la magnitud de la brecha entre ricos y pobres. Se rumoró en 2015 que cuando Thomas Piketty vino a México a presentar su bestseller, convenció a Videgaray de que le entregara esos mismos datos. No aparecen en su nuevo texto. Se trata de una medida estadística razonable, necesaria, y existente en muchos países. Pero la 4T, con su estridencia, el contexto y la teoría de clase contra clase (Stalin, 1929), la estropeó, insinuando la inminencia de un impuesto patrimonial y sobre herencias. A ver cuándo sucede lo que sí vale la pena.
Por último, como lo ha señalado Aguilar Camín, las declaraciones y los escritos más recientes de López Obrador configuran una “república pobrista”, donde cada quien tiene lo necesario (“a cada quien según sus necesidades”, la críptica definición de Marx del comunismo), es decir, por ejemplo, un par de zapatos, un pantalón, un vehículo modesto, etc. No se necesitan bienes, riquezas, títulos, fama, lujos. Solo la felicidad. Pero para lograr eso, es preciso responder a la pregunta que él mismo formuló: ¿Qué hacemos con los ricos? (tomada del título de un libro de Julieta Campos, gran amiga de López Obrador, ¿Qué hacemos con los pobres?, retomada de una frase del Nigromante). En otras palabras, ¿cómo reducimos la desigualdad?
Escribí hace muchos años, sin aspirar a mucha originalidad, que los únicos dos países de América Latina que redujeron la desigualdad mucho y rápido fueron Cuba y Puerto Rico, dos colonias (por lo menos entre 1905 y 1932) de Estados Unidos. Disminuyeron dramáticamente la enorme brecha que imperaba en sus sociedades gracias a tres factores. El primero: un gobierno —de Fidel Castro, a partir de 1961, el de Luis Muñoz Marín (entre 1948 y 1964)— empeñado en hacerlo, a como diera lugar. El segundo: un subsidio monumental del exterior (más del 25 % del PIB al año), Cuba de la URSS, Puerto Rico de Washington.
Tercero, y decisivo: se deshicieron de sus pobres (Puerto Rico) o de sus ricos (Cuba). En el primer caso, entre la cuarta y la tercera parte de la población emigró a Nueva York (remember West Side Story) en los años 50 y 60. Fue la parte más pobre de la sociedad borícua. Expulsando a los pobres, baja la desigualdad. En el segundo caso, más del 10 por ciento de los habitantes de la Antilla mayor huyeron o fueron desterrados a Miami y a Nueva Jersey: los más prósperos, es decir, empresarios, terratenientes, gangsters, médicos, abogados. Los pobres no salieron hasta el Mariel, en 1980. Pero a partir de 1960 y hasta el puente aéreo de Camagüey en 1965, la sangría de exiliados fue inmensa y pudiente. Expulsando a los ricos, baja la desigualdad.
México expulsa a sus pobres —no por la fuerza, sino por necesidad, y en condiciones mil veces peores que los puertorriqueños— desde el siglo XIX. Dejo al lector la decisión de creer si ahora vamos a desterrar a los ricos. López Obrador sin duda desconoce esta pequeña historia de la desigualdad en las dos islas caribeñas colonizadas por Estados Unidos. Pero sabe lo que quiere. Que con un pantalón baste.