Con su innegable habilidad para cambiar la conversación, López Obrador ha abierto un nuevo frente. Le permitirá restarle atención al coronavirus, al engaño del acuerdo de la OPEP, a la hecatombe económica y a la desaparición de casi todo su gabinete. Se trata de la revocación de mandato, y de su propuesta de adelantarla para 2021.
Aunque no me gusta el principio, desde que se empezó a hablar de una reforma constitucional para introducir la revocación de mandato en México, siempre la vi con buenos ojos. Por una sencilla razón: estaba convencido que aún realizándose en julio de 2021, coincidiendo con las elecciones de medio período, se le podía ganar a López Obrador. Cuando muchos procuraron convencer a los senadores del PRI, quienes tenían —y tienen— la sartén por el mango, que impidieran su aprobación, me permití comentar con algunos de ellos que al contrario, debieran permitirla, sin la simultaneidad con las elecciones legislativas.
Ahora parece que López Obrador nos da la razón a quienes pensamos así; huelga decir que no soy el único. Al proponer que se adelante el acontecimiento del 21 de marzo de 2022 a principios de julio del año entrante, revela sus temores profundos y su clara conciencia de cómo van las cosas. A las ventajas intrínsecas de la revocación para cualquier oposición, se suman ahora las desventajas para un gobernante en funciones con una gestión desastrosa.
Ilustración: Víctor Solís
Toda votación binaria —revocación, referéndum, plebiscito— unifica a la oposición. Cuando ésta se muestra dividida, como es el caso en México, le permite converger sin ponerse de acuerdo en candidatos o programa: sólo en el “No”. Es lo que sucedió en Chile en 1988, ya de cierta manera con el Brexit en el Reino Unido. En México, PAN, PRI, MC, PRD y quizás algunos otros, no se verán obligados a entenderse sobre lo que viene después. Únicamente les corresponderá compartir el deseo de que AMLO se vaya.
Pero a partir del desplome de la economía, en parte por el coronavirus, en parte por la incompetencia del gobierno, López Obrador sabe que si sus niveles de aprobación hoy se deterioraran de manera vertiginosa, para principios de 2022 se encontrarán en los suelos.
Hoy ve las mismas encuestas públicas que todos nosotros, y además escudriña las suyas, que sólo ven sus colaboradores más cercanos. Sabe que la tendencia es inconfundible, y que lo seguirá siendo. Aunque aparente no hacer caso de las previsiones económicas, sabe asimismo que a duras penas el año entrante se recuperará la mitad del derrumbe de este año, y que para la primavera del 2022 el empleo, el ingreso, el gasto público, el turismo y las remesas —sin hablar ya del petróleo— difícilmente alcanzarán los niveles previos a la debacle.
Hoy todavía la ganaría, aunque no se por cuanto. Dentro de un año, lo dudo. Dentro de casi dos, apuesto a que no. Su mayor esperanza radicaría en la inercia, y en el supuesto éxito de su manejo de la pandemia. Podría presumir pocas —anormalmente pocas— muertes, un número limitado de contagios, y una saturación aceptable de instituciones de salud. Pero intuye que para el 2022, ni todo se verá igual, ni bastará este aparente éxito para compensar por el desastre económico.
Y en alguna parte, López Obrador presiente que hay una gran contradicción en sus cuentas. Quizás por el pensamiento mágico, o por los amuletos, o por los genes mexicanos, hasta hoy la pandemia ha golpeado poco a México: mucho menos que a otros países. Pero pagaremos un costo económico mucho más elevado que otros países. Entonces la gran pregunta será si valió la pena. No sé si la respuesta obvia —hubo menos muertes porque se cerró a tiempo la economía— despeja la interrogante que muchos se formularán: si éramos tan especiales los mexicanos, ¿por qué al final de cuentas, hicimos lo mismo que los demás?