El debate sobre los números de la pandemia en México se ha intensificado en estos últimos días. Han surgido varias voces, más o menos autorizadas, que cuestionan los datos, los cálculos y las conclusiones del gobierno en general, desde López-Gatell hasta López Obrador. Entre dichas voces conviene mencionar a especialistas como Lorena Becerra, encuestadora de Reforma; Arturo Erdely, un matemático de la UNAM; Jude Webber, la corresponsal en México de The Financial Times; y Javier Alatorre, de TV Azteca.
La discusión gira en torno a varias imprecisiones oficiales. La primera consiste en el número de contagiados o infectados, y el factor multiplicador que se le debe aplicar a los casos contabilizados por el sistema Centinela utilizado en México y en algunos otros países. Un tema adicional de debate se ha enfocado en las fechas utilizadas por López-Gatell: si las del numerador y del denominador de sus quebrados o porcentajes son las mismas. Y un tercer elemento de discordia surge de la llamada letalidad: el número de fallecimientos como proporción de los contagiados confirmados o estimados, y si ese numerador es confiable, o si se han subreportado los decesos por falta de pruebas, autopsias o para disimular, etc.
Ilustración: Patricio Betteo
En muchos países —The New York Times publica un largo reportaje al respecto hoy— hay grandes variaciones en el número de decesos, sin hablar del total de casos. Pero con el paso del tiempo, los países ricos o pequeños de ingreso medio han ido mejorando su contabilidad. De tal suerte que algunos profesionales de estadística —y en particular un alto funcionario del sistema de Naciones Unidas— han construido tablas interesantes y distintas que ofrecen una idea alternativa de la letalidad del coronavirus. Simplemente colocan en el numerador la cantidad oficial de muertes (a sabiendas que no es un dato perfecto), y en el denominador la población del país (ese sí es “duro”), y para ser más claros, transforman el resultado en número de fallecimientos por cada 100 000 habitantes. Uno de los propósitos del ejercicio reside en responder al comentario final de Lorena Becerra, a propósito de las muertes en Brasil y México: las cifras no cuadran.
El ejercicio arroja varias impresiones preliminares y superficiales, es decir accesibles para un neófito como yo. Primero, una dispersión importante entre los países ricos analizados. La tasa más alta es de España, con 44 muertes por 100 000 habitantes, seguida por Italia, con 39, luego Francia con 30, Reino Unido con 24, y Países Bajos con 21. La variación es de por si importante. Pero si pasamos a los países ricos menos afectados, vemos que Estados Unidos, a pesar de todo el escándalo, llega a 10 muertes por 100 000 habitantes (la cuarta parte de España), Alemania a 5, Canadá 4, y aunque parezca increíble, Japón a 0.2 (o incluso menos: 263 muertes para 130 millones de habitantes al día de hoy).
Primera microreflexión sobre estas cifras enigmáticas: el caso japonés sí tiene que ver con la cultura del tapabocas, del no saludo de manos, de las casas sin zapatos, y de la disciplina. Los números elevados de España y Francia se deben en parte a la mayor edad de su población, aunque esto también valdría para Japón. Las cifras tan bajas de Alemania se originarían en la disciplina, el prestigio de sus autoridades, la cantidad de pruebas que han realizado, y su sistema de salud. Las dimensiones geográficas y la relativa juventud poblacional de Canadá y de Estados Unidos explicarían sus cifras tan reducidas, en términos per cápita.
La segunda impresión es que los países de América Latina no han padecido fallecimientos significativos en esos términos per cápita. El que arroja las peores cifras es Ecuador, con tres decesos por 100 000 habitantes. Lo siguen Panamá con 1.5; Brasil y Perú con 1.1; Chile con 0.7; México con 0.5; Argentina y Colombia con 0.3 decesos por 100 000 habitantes.
Segunda minireflexión: tal vez en México se estén manipulando o subreportando de buena fe las cifras de decesos, pero resulta difícil admitir que esto esté sucediendo en toda América Latina al mismo tiempo. México se ubica en la media casi exacta de los demás países de la región, en esta materia. Y esa media es infinitesimal comparada con España o Italia, pero incluso con Estados Unidos. En seis días como ayer, mueren más mexicanos en los balazos (no abrazos) que los que han muerto en más de un mes de coronavirus.
¿Qué explicaciones hay de este nivel tan pequeño de decesos en América Latina? He visto tres, haciendo a un lado los genes, la raza de bronce o las culturas milenarias. Primera, y la más probable, es que el virus aún no llega con toda su fuerza a la región. En escasas semanas, o incluso días, las cifras darán un salto gigantesco y nos encontraremos en niveles por lo menos de Estados Unidos, si no es que de algunos países de Europa. No parece valer esta explicación para Chile y Argentina, que van de salida. Segunda, la pirámide poblacional latinoamericana es muy diferente a la de Europa, e incluso a la de Estados Unidos. Somos mucho más jóvenes, y el virus ataca a los mayores. Es discutible, pero verosímil. Tercera, en todos los países de la región se subreportan decesos, por múltiples razones, y eso explica estas cifras tan bajas. No aplicaría para Chile, Uruguay y Costa Rica, por lo menos.
Veremos en estos días cuál de estas explicaciones es la buena, o ninguna. Pero cuidado: si todo el “irigote” del cierre de las economías fue para evitar estas cifras tan bajas de fallecimientos, habrá que dar… explicaciones. Y que no nos vengan con el cuento de que fue gracias a dichos cierres que se evitaron las muertes. Todos los países cerraron; en unos murieron muchos, en otros tal vez (ojalá), no.