Si los enfermos extremos del virus necesitan un respirador para sobrevivir, la economía requiere un motor que la mantenga viva y que permita, en su momento, comenzar la reconstrucción. Ese motor es la empresa.
Por desgracia, el presidente no lo ve así. Empleando un término medieval, considera a los empresarios un «gremio». Y si los gremios, en aquellos tiempos, dependían de la gracia del rey, hoy dependen de la gracia imperial del presidente. Pero han caído de su gracia o no la han tenido nunca. Su repudio no está dirigido solo a la gran empresa nacional sino a la extranjera, como quedó de manifiesto en la cancelación de la planta cervecera en Mexicali. Y por extensión abarca a las 4.5 millones de microempresas, las 188 mil pequeñas, las 40 mil medianas (datos del Censo de 2019). Todas lo saben y lo resienten. Por eso, aun antes de esta crisis, la inversión privada se había contraído. Nadie invierte en terreno hostil.
En esa satanización resuenan ecos medievales, pero quizá proviene de un prejuicio que circuló mucho cuando el castrismo tenía prestigio. Fidel Castro no solo suprimió las grandes y medianas empresas, nacionales y extranjeras, sino que destruyó el mercado, institución milenaria anterior al capitalismo que es el corazón de la vida económica. El resultado está a la vista, pero al menos Castro fortaleció mientras pudo al Estado en ámbitos como la salud y la educación. Aunque López Obrador desprecia la empresa privada, no busca suprimirla sino subordinarla y, cuando puede, humillarla. Pero extrañamente tampoco quiere consolidar al Estado. Más bien lo ha ido desmantelando con proyectos caprichosos y recortes arbitrarios, justo en sectores como la salud.
China comunista, sin renunciar al monopolio político estatal, adoptó un sistema abiertamente empresarial, que la ha llevado, junto con otros muchos países asiáticos, a un nivel de vida inimaginable hace apenas tres décadas. Nunca antes en la historia cientos de millones de personas salieron de la pobreza en tan poco tiempo. Pero para López Obrador esa experiencia no cuenta, ni siquiera ante la posibilidad de reemplazar a China en las cadenas de valor estadounidenses para las cuales, dado el distanciamiento entre ambos países, China dejó de ser el proveedor confiable.
En suma, el sistema que propone López Obrador no es capitalismo de Estado, ni Estado sin capitalismo, ni capitalismo, ni Estado.
México no tiene, como Cuba tuvo, el apoyo multibillonario de la URSS y Venezuela. Tampoco cuenta con el tsunami de dólares petroleros que dilapidó Chávez. Por otra parte, el gobierno ve mal el modelo empresarial chino que genera riqueza y fortalece al Estado. ¿Cómo se financiará el nuevo sistema? Con los recursos que genera el sector público (en caso de generarlos) y los impuestos que pagan las personas físicas y las empresas. Y ¿de quién es, para todo efecto práctico, el sector público? De quien tiene (como escribió Gabriel Zaid) «la propiedad privada de las funciones públicas», es decir, del presidente. Siendo esto así, dada la improductividad de las inversiones de Dos Bocas, el Tren Maya o Santa Lucía y el pozo sin fondo de Pemex, al no apoyar a las empresas el presidente está dinamitando al propio sector público, es decir, se está dinamitando a sí mismo.
Las calificadoras y la prensa especializada han reprobado su política. Voces históricas de la izquierda le piden recapacitar. Por desgracia, su lógica no es económica. Por eso no tengo la ingenuidad de creer que puedan interesarle, y menos conmoverle, las historias de tantos empresarios que pronto se encontrarán, junto con sus obreros y familias, en una situación extrema. Pero quizá cabe recordarle que su padre fue un pequeño empresario, y que sus hijos son empresarios ya, y al parecer no pequeños. ¿Eligió su padre, eligen sus hijos, el camino equivocado?
Si la ideología es poderosa, la realidad lo es aún más. El presidente debe recapacitar: los empresarios no son el enemigo. Por el contrario, son sus aliados naturales para enfrentar y remontar la crisis. El pacto de unidad nacional que están proponiendo para proteger el salario y el empleo es la mejor salida. Sin un cambio de rumbo y actitud, la confianza, ese factor valiosísimo dentro y fuera del país, se habrá perdido el resto del sexenio. Si además de la mortandad del virus sobreviene un colapso económico, México vivirá años de dolor, pobreza y zozobra. Y la historia, ese juez al que López Obrador apela tanto, difícilmente lo absolverá.
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