Edmundo Díaz del Campo nació el 31 de marzo de 1947 en la Ciudad de México. Edmundo, en resumidas cuentas, fue justo el prototipo del genio: estudiante sobresaliente del Conservatorio Nacional de Música; Doctor por la Universidad del Sur de California (USC); un brillante director de orquesta, y un individuo con un talento desbordante para cualquier actividad humana (no solamente artística) que se propusiera dominar. Políglota; de una cultura tan amplia como difícilmente se encontraría otra; ejecutante sobresaliente (de manera holgada a niveles profesionales) de cualquiera de los instrumentos sinfónicos (por increíble que esto se escuche); pianista virtuoso; compositor y arreglista de una creatividad avasalladora, y desde niño, sencillamente un individuo poseedor de una capacidad milagrosa en esencia para todo (como lo demostraría, entre otras tantas obras, el impecable óleo híper realista de su autoría del célebre castillo alemán de Neuschwanstein, creado con insuperable escrupulosidad a sus tan sólo 16 años, o sus apoteósicas composiciones litúrgicas para piano de aquellas épocas).
Pero el gran pedagogo y el artista virtuoso y de vanguardia (sería nada menos que el fundador a finales del siglo pasado de la histórica Orquesta Sinfónica Internacional de Tijuana: el primer ensamble profesional de todo el noroeste de nuestro país dedicado a la difusión de la música culta), era tan sólo el cascarón (relativamente superficial) del hombre que fue Edmundo.
Díaz del Campo fue uno de los pocos artistas contemporáneos (dentro de este mundo estrictamente posmoderno y tan apático a la profunda y trascendente esencia de las más grandes escuelas filosóficas y teológicas del pasado) que, muy por encima del arte, las ciencias, sus grandes amistades personales e incluso su propia y entrañable familia, era capaz de dirigir todas sus fuerzas vitales y espirituales hacia objetivos aun más cimeros y trascendentales que todo lo anteriormente expuesto. En pocas palabras, la mayor virtud del alma excepcional de Edmundo fue, sin lugar a dudas, la de haber sido creada con una sed tan intrínseca como insaciable por la Verdad; Eso lo tornó, a lo largo de toda su vida y a pesar de sus naturales limitaciones humanas y defectos, en una persona sumergida en la más sincera, humilde y eterna búsqueda de una ética universal y atemporal capaz de darle sentido de forma integral a todos los misterios de la existencia humana y de la naturaleza misma.
El vuelco espontáneo de su benévolo espíritu y de su afilada mente hacia las más refinadas visiones cosmogónicas occidentales (y más allá de éstas mismas), lo convirtió en un auténtico erudito de las cualidades divinas más esenciales que existen, que hayan existido y que lleguen a existir jamás: el amor y la caridad desinteresada hacia sus semejantes (e incluso en torno de sus enemigos más fervientes).
Una persona incuestionablemente amable, aunque a la vez autora de una natural y brutal exigencia para con todos los suyos, pues su respeto irrestricto hacia la libertad ontológica de sus seres cercanos (incluso cuando cometíamos la imprudencia de tomar las decisiones menos afortunadas posibles), representaba una cruz en extremo pesante para el individuo promedio de nuestra realidad actual, tan escasamente expuesto a vínculos afectivos libres de intereses oscuros y egoístas; tan acostumbrado, en consecuencia, a delegar sus decisiones erróneas injustamente sobre las espaldas de los demás, para tener siempre así la conveniente y nada ética opción de culpar a los que lo rodean y no a sí mismo de sus propias decisiones del carácter menos honroso posible.
Así que la pérdida que representa la muerte de Edmundo (ocurrida hace apenas unas cuantas horas y a tan sólo dos días de su cumpleaños número 73), en realidad palidece al lado del invaluable legado humano y artístico que nos ha dejado este maestro excepcional y tan profundamente querido por todo aquel que haya tenido el valor o la inteligencia de conocerlo a fondo.
Lo sobrevive su esposa Linda, así como una oleada incontable de individuos genuinamente incapaces de lograr mostrar la gratitud necesaria para poder hacer justicia al invaluable ejemplo que el Doctor Edmundo Díaz del Campo, a lo largo y ancho de toda su existencia, lograra heredar en auténtico beneficio de este mundo y de la frágil humanidad del presente y de sus diversas épocas venideras.