Felicito a las mujeres por la manifestación del domingo y el paro de ayer. Gracias a esta movilización, en la agenda pública dominan los temas de la discriminación, violencia y abusos cotidianos que sufren las mujeres en México, el derecho que tienen a interrumpir un embarazo y el vergonzoso fenómeno de los feminicidios.

No opinaré más de la marcha y paro porque creo que a los hombres nos corresponde escuchar y cambiar. Así que, sin más preámbulos, paso a mi artículo de hoy relacionado con una historia personal en la creciente industria de la extorsión en México. El viernes asistí a un concierto en el Foro Sol de la Ciudad de México. Como suele suceder en estos eventos, los llamados franeleros se apropiaron de los espacios de las calles aledañas para estacionar los coches. Los vendían a cambio de una cuota en efectivo. Huelga decir que esto ya es parte de la realidad capitalina. Nadie los castiga por apropiarse del espacio público y sospecho que, incluso, la policía de la zona recibe algún tipo de moche por dejarlos operar.

Hasta acá nada nuevo. Sin embargo, a la salida del concierto, algunos de estos franeleros ya encontraron un nuevo negocio.

En una de las calles para salir de la colonia rumbo al Viaducto, obstruyeron el paso con un barril de plástico color azul de los que utiliza la policía para cerrar las vialidades.

El negociador de la banda se acerca y le explica al conductor: “Jefe, es que vino la policía a cerrar la calle, pero nosotros lo dejamos pasar a cambio de una propinita”. Para evitar más contratiempos, los tres automóviles que estaban frente de mí desembolsaron su dinero. Un gordo fortachón removía el barril azul y los dejaba pasar. Desconozco cuánto les dieron. Llegó mi turno y me informaron lo mismo. “Pero ustedes no son la policía”, les dije. “No, pero ellos fueron los que lo pusieron”, me respondieron. “Entonces no dejen pasar a nadie”, repliqué.

Mientras tanto, el gordo fortachón nos veía con cara de pocos amigos. “Mire, si usted y sus amigos no se quitan, voy a llamar a la policía”, les advertí. Los coches de atrás, desesperados, tocaban su claxon para que nos moviéramos. “Pues hábleles, pero aquí no va a pasar”. Marqué al 911 y él escuchó en el altavoz cómo me contestó la operadora. “Mire, aunque sea deme un peso para pasar”, masculló.

Claramente quería que los coches de atrás vieran que todos se mochaban para salir del retén. “No le voy a dar ni un centavo”, le espeté, mientras le decía a la operadora del 911 que estaba en una calle donde unos señores impedían el paso y sólo dejaban circular si les dábamos dinero. Mi llamada funcionó. “Ya déjalos pasar”, le ordenó el negociador al gordo fortachón, quien retiró el barril y nos permitió franquear el obstáculo. Detrás nuestro ya había una gigante cola de automóviles desesperados. No dudo que muchos sí les hayan dado una propinita.

Lejos de celebrar mi minitriunfo cívico, me quedé alterado. Me entró la idea de que había actuado irresponsablemente. Qué tal si el gordo fortachón se hubiera lanzado a los golpes o, peor aún, sacado un arma.

Estos malnacidos eran unos amateurs que querían ganarse una lana extorsionando a los asistentes al concierto. En México, los profesionales extorsionan con armas. En muchas ciudades, incluidas la capital, cobran el “derecho de piso” a los comerciantes para que puedan operar. No dude que, en un futuro, los franeleros amateurs sofistiquen su negocio, pongan retenes en la vía pública y les saquen dinero a los automovilistas amenazándolos con armas.

Otra vez, la debilidad de nuestro Estado. Aquí ya cada quien hace lo que se le pega la gana. La ley no sirve de nada.

En la historia que cuento, hay dos posibilidades. Que un policía haya dejado efectivamente el barril para impedir la circulación por esa calle y se haya ido. Lo dudo porque, cuando eso sucede, el policía generalmente se queda ahí a cuidar que los conductores no quiten el obstáculo.

En países donde sí hay Estado de derecho, la policía pone los conos y se retira sabiendo que los automovilistas respetarán la restricción. Aquí no porque hay muchos conductores gandallas que, efectivamente, retiran el obstáculo policiaco.

La otra posibilidad (la correcta, creo) es que la policía nunca puso el barril, sino que fueron los “franeleros” que ya encontraron un nuevo negocio.

No sólo se apropian de las banquetas para estacionar los coches, sino que, también, de las calles para circular. Menudo negocio.

Y, a todo esto, ¿dónde están las autoridades? Papando moscas o, peor aún, extorsionando a los extorsionadores para llevarse una jugosa tajada.

 

Twitter: @leozuckermann

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