Los miembros del gabinete recibieron una llamada de la Presidencia el jueves 23 de abril de 2009 por la tarde: tenían que presentarse de inmediato en Los Pinos para una reunión urgente con Felipe Calderón. La mayoría de los funcionarios se preguntó qué había pasado. ¿Por qué la urgencia?
Minutos antes, el secretario de Salud le había informado al Presidente que había un nuevo virus de influenza en México. Ante una epidemia atemporal de esta enfermedad, el gobierno mexicano había enviado 51 muestras a un laboratorio en Canadá para su revisión.
En las pruebas se encontraron 17 casos de un nuevo virus que combinaba material genético de cerdos, pavos y humanos. Ante la incertidumbre, Calderón llamó a su gabinete y al staff de alto nivel de la Presidencia. El gobierno tenía que tomar una decisión para preservar la salud de la población afectando lo menos posible la economía nacional y sin crear un pánico que pusiera en riesgo la paz social.
El gabinete y el staff presidencial evaluaron la situación. Fue una reunión tensa. Había mucha preocupación. El gobierno decidió adoptar medidas drásticas para evitar la pandemia de un virus desconocido de influenza. Suspendió las clases en el Distrito Federal y en el Estado de México. Difundió recomendaciones preventivas a la población. Alertó a las instancias internacionales de salud. Convocó a los dueños de los principales medios para explicarles la situación y solicitar su apoyo. Movilizó al Ejército en el centro del país.
La suspensión de las clases se dio a conocer alrededor de las once de la noche. Unos días después, el gobierno ordenó nuevas medidas. Canceló las clases en toda la República, cerró las oficinas federales y de las empresas que no desarrollaran actividades esenciales en la Ciudad de México. La economía del centro del país quedó prácticamente paralizada. Las calles del Distrito Federal se vaciaron. Los ojos del mundo entero voltearon a ver hacia México. El turismo se derrumbó.
El martes 28 de abril el panorama era desolador. El gobierno informó que había 2 mil 498 enfermos con síntomas de influenza y 159 muertes sospechosas de esta enfermedad. De confirmarse, habría una tasa altísima de mortandad del seis por ciento. Sin embargo, ese mismo día, la Organización Panamericana de la Salud publicó un documento que confirmaba 26 casos del nuevo virus de influenza (ya identificado como A/H1N1) con siete defunciones. De pronto el virus no estaba tan extendido, aunque parecía más letal (una tasa de mortandad del 27 por ciento).
Los números, que habían sido procesados de acuerdo con los protocolos de la Organización Mundial de la Salud, pintaban una situación diferente. En los medios comenzó la duda: ¿a quién creerle? ¿Por qué la diferencia en los números?
Conforme pasaron los días, las estadísticas se irían afinando. Ni había tantos enfermos ni el virus era tan letal como se había reportado. Los gobiernos federal y locales habían tomado una serie de decisiones drásticas con números defectuosos. Eso es indudable.
Quizá cualquier gobernante, con las estadísticas que tenían en la mano, hubiera tomado las mismas decisiones extremas. En medio de la urgencia y la incertidumbre, con un nuevo virus desconocido que parecía tremendamente letal, lo prioritario era preservar la salud de la población. Pero es indiscutible que los números con que se tomaron las decisiones estaban mal.
Recuerdo esta historia ahora que tenemos en puerta otra posible crisis viral, la del COVID-19, mejor conocido como el coronavirus.
El gobierno actual de López Obrador debe estudiar y aprender de las lecciones de la epidemia de H1N1. Hablar con los funcionarios del gobierno de Calderón a los que les tocó enfrentar esta crisis. Por el bien de México, habría que dejar al lado las diferencias políticas. Hay que estar preparados, evitar los errores del pasado y replicar las buenas prácticas que se hicieron en aquel 2009.
Twitter: @leozuckermann