El lunes le preguntaron al Presidente qué opinaba del pleito interno en su partido, Morena. Andrés Manuel López Obrador contestó que él ahora tenía licencia del partido “porque tengo la responsabilidad de gobernar para todos”.
Antes, y esto es un cambio importante, el Presidente era el jefe político del partido que lo llevaba a la Presidencia, jefe político, y él decidía quién iba a dirigir el partido, de donde surgía el presidente.
“Eso ya no, yo no me ocupo de eso, yo estoy ahora representando a todos los ciudadanos de todos los partidos, a creyentes y no creyentes, a pobladores del campo, de la ciudad, a ricos, a pobres, a todos. No soy jefe del partido ni jefe de grupo ni jefe de camarilla. Me gustaría no sólo ser jefe de Estado, me gustaría ser jefe de nación, en eso sí, pero no meterme en las cuestiones partidistas.
Sí hablar con todos, recibir a todos, tener comunicación con todas las organizaciones sociales, ciudadanas, políticas”.
Suena muy bien: el presidente Andrés Manuel López Obrador en su papel de jefe del Estado mexicano.
Es una buena respuesta para escurrir el bulto sobre el desastre de Morena. La realidad es que estamos frente al típico dilema que tienen los presidentes en un sistema presidencialista como el nuestro.
En los sistemas parlamentarios hay un jefe de Estado (que puede ser un monarca o un presidente electo por el Parlamento) y un jefe de gobierno (el primer ministro que encabeza al Gabinete). Las dos figuras están separadas.
El jefe de Estado tiene poderes simbólicos como representante de la organización política de la sociedad.
Ahí está, por ejemplo, la reina Isabel II del Reino Unido o el presidente de Alemania, Frank-Walter Steinmeier, por citar dos ejemplos. Se dedican prácticamente a actos protocolarios como recibir las credenciales de los embajadores o pedirle al ganador de las elecciones parlamentarias que forme un gobierno. Ellos sí que representan a todos los súbditos o ciudadanos porque no se meten en las diferencias políticas mundanas.
Del otro lado están los jefes de gobierno. Son, generalmente, los líderes de su partido y están ahí con el objetivo explícito de ganarse el voto del electorado y, de ser así, gobernar el país. Su naturaleza es eminentemente política y, por tanto, divisiva en la sociedad: hay quienes los apoyan y quienes no.
En los sistemas presidencialistas, en cambio, los presidentes son, al mismo tiempo, jefes de Estado y jefes de gobierno. Tienen ambas cachuchas. Es un papel dual y contradictorio.
Por un lado, tienen que representar a todo el país y, por el otro, ganarse a parte del electorado dividiéndolo.
Como bien decía el politólogo Juan Linz, “es probable que muchos votantes y élites clave piensen que desempeñar el segundo papel significa traicionar al primero: ¿no debería el presidente, como jefe de Estado, estar al menos un poco por encima del partido para ser un símbolo de la nación y la estabilidad de su gobierno? Un sistema presidencial, a diferencia de una monarquía constitucional o una república con un primer ministro y un jefe de Estado, no permite una diferenciación tan clara de los roles”.
El presidente Andrés Manuel López Obrador un día puede dárselas de jefe de Estado y decir que él está por arriba de las diferencias políticas del país.
Otro día, sin embargo, es el factor que más polariza a la nación con sus múltiples adjetivos que les receta a sus opositores: fifís, conservadores, neoliberales, hipócritas, derrotados moralmente, etcétera. Se baja de nivel para jugar a la política electoral. Lo hace con el fin de mantener su popularidad y, eventualmente, ganar votos.
¿Para quién? Si en México no existe la reelección presidencial.
No nos hagamos bolas: para su partido, es decir, Morena.
Por más que diga que tiene una licencia, López Obrador es un político eficaz que quiere acumular más y más poder. Para ello necesita un vehículo partidista.
El problema es que Andrés Manuel López Obrador creó un movimiento que no está pudiendo convertirse en partido con reglas e instituciones.
Ante el fracaso de Morena, que hoy parece el Partido de la Revolución Democrática en esteroides, López Obrador, con la habilidad que lo caracteriza, saca su cachucha de jefe de Estado como si fuera la reina Isabel II.
“Yo en ese pantano no me meto”.
Nada nuevo en un sistema presidencial donde los presidentes tienen esa dualidad contradictoria que usan a su favor.
Twitter: @leozuckermann