En la búsqueda de la fórmula mágica para producir un crecimiento económico que sea al mismo tiempo robusto y equitativo, empezamos la nueva década como la terminamos: inmersos en ella, sin solución clara a la vista.
Aunque es verdad que el trecho avanzado es significativo cuando miramos atrás (gracias a gente como la Nobel de 2019, Esther Duflo, y sus compañeros), el camino hacia adelante es tan infinito como enrevesado.
Esta es una pregunta particularmente importante para Latinoamérica, compuesta por países que se encuentran a sí mismos en varios puntos de la zona media de la clasificación mundial: media-alta, en el caso chileno, argentino o costarricense; media-baja a pesar de las mejoras para otros, como Nicaragua o Bolivia.
Además de importante, se ha vuelto urgente: así lo manifiestan los cientos de miles de personas que han salido a las calles de las ciudades del continente en los últimos meses pidiendo, entre otras cosas, un futuro mejor.
Conforme despejamos incógnitas en las fórmulas nos encontramos que éstas no son sólo grandes cosas (infraestructura, inversión, capitales) sino también aspectos menos visibles.
Las preferencias de la población por ciertas actitudes, por ejemplo, puede tener un efecto importante: paciencia en las inversiones, aversión a asumir riesgos en las mismas, confianza en tus compatriotas, tendencia al altruismo, o inclinación por el otorgar premios y castigos.
El alemán Instituto Briq se ha embarcado en la tarea de tratar de poner números a estos conceptos mediante una encuesta global, que incluye a más de setenta naciones.
Los resultados (que ubican a cada país en un continuo de -1 a 1 según lo propensos que sean o no sus ciudadanos a cada actitud, en comparación con la media de todos ellos) son tan informativos como llamativos. Por ejemplo, México no es un país ni recompensador, ni altruista, y de hecho aparece en valores inferiores para cada valor.
En Brasil, por el contrario, destacan ambas cifras sobre el resto de la región. Venezuela es dada a asumir riesgos (algo que no tiene por qué salir bien, como el mismo país ha comprobado desgraciadamente con las consecuencias presentes de sus elecciones políticas del pasado). Y Colombia no es demasiado paciente.
Pero es cuando confrontamos esos mismos valores consigo mismos que empiezan a emerger imágenes más claras. Por ejemplo: aunque la mayoría de países latinoamericanos son más bien impacientes, algunos de ellos incurren más en el riesgo.
Y en ninguno predominan al mismo tiempo la cautela y la paciencia, algo que produciría patrones de decisiones económicas presumiblemente estables en el tiempo. Sin grandes sobresaltos, ni para bien, ni para mal.
Las naciones más confiadas suelen ser más altruistas, pero en Latinoamérica la primera condición es notablemente escasa. Esto es importante porque sin confianza entre congéneres, el altruismo se convierte presumiblemente en una palanca lejana: no es de esperar que se traduzca en solidaridad, cooperación, cercanía de objetivos económicos compartidos.
Por último, es notable la inclinación al premio de la ciudadanía latinoamericana, algo que indica una probable creencia en la justicia. Pero sólo en su vertiente positiva: ninguno de los países de la región tiende al castigo (al fin y al cabo, una especie de compensación del mérito negativo). Salvando a México y a Nicaragua, Latinoamérica es esencialmente recompensadora y permisiva.
El efecto que todo esto tiene sobre el crecimiento económico y su grado de inclusividad no es necesariamente obvio ni directo. Las preferencias, las actitudes encauzan, más que moldean, los recursos disponibles en tal o cual dirección. Sin embargo, la relación existe. Obsérvese cómo el PIB per capita aumenta a un ritmo muy similar al de la inclinación por la paciencia.
Esta correlación es más fuerte que la misma para el Producto Bruto Interno (PBI) de hace dos décadas, lo cual apuntaría precisamente al mencionado encauzamiento: la paciencia inversora canalizaría el crecimiento.
Con la desigualdad, las relaciones son menos intensas, aunque se comportan de acuerdo con lo que cabría esperar: menos paciencia, altruismo, confianza y más inclinación al riesgo van con mayor inequidad.
Es decir: modelos de comportamiento económico basados en el individualismo competitivo, en la preferencia por decisiones arriesgadas con grandes premios potenciales (pero también castigos importantes) producen sociedades menos igualitarias.
Pero hay una cosa muy llamativa en los gráficos de desigualdad y actitudes económicas: en todos ellos los países latinoamericanos están por encima de la línea que indicaría el punto medio de la relación.
Cada punto extra de paciencia en la escala de tres posiciones (-1, 0, +1) reduce en cinco puntos el coeficiente de Gini (la diferencia entre la porción con más y menos ingresos de la sociedad), y aumenta en unos 30 mil dólares el PBI per capita.
La propensión al riesgo tiene el efecto contrario: unos 11 mil dólares menos, y hasta diez puntos más de desigualdad (por ejemplo: la diferencia entre España y Chile). Esto deja un mensaje poco halagüeño para aquellos que fomentan valores normalmente asociados con el capitalismo arriesgado, disruptivo: el camino lento parece albergar mejores resultados.
La inclinación a castigar y recompensar acompañaría asimismo a la reducción de inequidades, sugiriendo que un cierto grado de justicia individualizada es buena para producir un mundo más equilibrado, mientras que el altruismo tiene una sorprendente relación positiva que probablemente sea de efecto inverso: en universos más desiguales nos sentimos más inclinados a ayudar a los perdedores del juego económico.
Cada sociedad, igual que cada persona, es responsable de construir su propia brújula actitudinal. Íntimamente relacionada con la moral, lo que vemos aquí es que el resultado tiene consecuencias no sólo espirituales, sino probablemente también materiales.
Latinoamérica comienza 2020 con un profundo cuestionamiento de los valores que han regido la senda económica y social de la región en los últimos años. A la luz de estos datos, quizás es una buena oportunidad para reorientar el camino propio en una dirección más acorde con la creciente demanda de mejoras que recorre el continente de norte a sur.