Quizás una de las características más consagradas y aceptadas de la democracia representativa consiste en la posibilidad siempre existente de la alternancia. No necesariamente de su consumación, desde luego: en Suecia y en la India, por ejemplo, un solo partido ejerció el poder durante decenios, pero nunca desapareció la posibilidad de que lo perdiera, como en efecto ocurrió. El corolario de la alternancia —lo contrario de un proceso revolucionario— reside por fuerza en la posibilidad de revertir las decisiones, las medidas, el programa de un gobierno, cuando los votantes eligen a otro. La opción de revertir por otro gobierno lo que un gobierno realizó con anterioridad constituye la esencia de la alternancia y de la democracia representativa.
A unos les pueden gustar las políticas públicas de Lula y del Partido de los Trabajadores en Brasil, o de Obama y los Demócratas en Estados Unidos. Sus gobiernos pueden intentar afianzarlas lo más posible dentro de la ley. Pero si los votantes eligen a un Bolsonaro o a un Trump, quienes claramente anunciaron que cancelarían las realizaciones de sus predecesores, ni modo: van para atrás. Lo único que no va para atrás es la revolución, o el socialismo del siglo veintiuno, o todo el poder a los soviets.
López Obrador anunció el domingo que necesita un año más para lograr que la llamada Cuarta Transformación se vuelva irreversible; para que nunca más México regrese al neoliberalismo, al racismo, a la corrupción, al elitismo, etc. El problema es qué pasa si electores mexicanos —el pueblo sabio— se equivocan —se vuelve un pueblo tonto— y votan por adentrarse de nuevo en ese infierno que comenzó en 1982. En muchos países muchos pueblos se han equivocado, muchas veces. Tal vez no se dieron cuenta de inmediato, pero el dilema con celebrar elecciones es que un demagogo —Hitler, Trump, Chávez, Bolsonaro— puede venderle a distintos pueblos en distintos países, una gran cantidad de cuentas de vidrio. Y entonces, ¿qué hacemos?
Intentar imprimirle un sello irreversible a las llamadas transformaciones de AMLO delata un pensamiento a la vez revolucionario y autoritario. Revolucionario porque pretende hacer definitivo lo que debe ser pasajero: un programa contra la pobreza que puede o no funcionar; un sistema de salud o de educación funcional para un nivel de desarrollo, no para otro; un esquema electoral de transición; una reforma del Estado deseable para unos, detestable para otros. Autoritario porque se trata de evitar que se modifique lo hecho; ya se decidió una vez, y no hay motivo para cambiar de opinión.
Decía Javier Tello en La hora de opinar que la irreversibilidad no implica autoritarismo alguno, porque en seis años AMLO busca transformar al mexicano de tal suerte que ya no querrá volver hacia atrás. Es decir, el dilema es inexistente: no es necesaria la posibilidad de revertir la 4T porque los mexicanos también se transformarán al grado que esa opción resultará redundante. El mexicano nuevo no deseará regresar al neoliberalismo, y por lo tanto no requerirá de la oportunidad de hacerlo. Confieso que en mi antigua regla de cálculo no alcanzo a determinar cuantos años se necesitan para cambiar a un pueblo, o para crear un mexicano nuevo. Creo que más de un sexenio.