Ante la sorprendente reedición, revisada, mejorada y quizá aumentada de la «monarquía absoluta, sexenal y hereditaria en línea transversal», he venido narrando la relación de Luis Echeverría con Daniel Cosío Villegas, autor de aquella definición inmortal. Aunque en un principio el historiador había manifestado cierta esperanza en el ánimo democrático del presidente, no tardó en hacer pública su decepción. Exasperado, el monarca ordenó (permitió, toleró, alentó) la publicación del libelo difamatorio Danny, el sobrino del tío Sam (1974). La respuesta del crítico fue publicar ese mismo año un breve libro que hizo historia: El estilo personal de gobernar.
Cosío compuso aquel cuaderno como solía hacerlo en sus gruesos volúmenes de historia. Trabajaba en su pequeño estudio de San Ángel. Integraba grandes ficheros temáticos. Escribía con pluma fuente. Su diligente secretaria (Esperanza González) pasaba en limpio el manuscrito.
Apreciaba la preocupación del presidente por la provincia, abandonada por treinta años. Le merecían igual respeto algunas instituciones recién fundadas y la reforma política de 1973, aunque no dejó de advertir que solo el tiempo, en el caso de las primeras, y el riesgo de una competencia real para el PRI, en la segunda, probarían el acierto de la obra.
El vasto material proveniente de los discursos presidenciales lo tenía perplejo: no parecía reclamar la mirada de un historiador sino de un psicólogo. O, más bien, de un psicoanalista. Y en efecto, llegó a consultar a alguno con la esperanza de hallar teorías que explicaran el «síndrome Echeverría».
La desaforada gestión de Echeverría había confirmado en Cosío una de sus más antiguas convicciones: el poder en México se explica mucho más atendiendo al perfil caracterológico de los responsables en ejercerlo que a condiciones estructurales más remotas. El poder en México era la biografía presidencial. En consecuencia, si el presidente padecía locuacidad, oscuridad, simpleza, ingenuidad, ignorancia, desorden, prisa, torpeza, cada uno de esos rasgos se traducía de inmediato a la arena política nacional. La psicología presidencial se volvía destino nacional.
Como el conocido cuento sobre el rey desnudo, el libro tuvo un efecto liberador. Eran desternillantes los pasajes sobre el presidente «predicador».
Sin duda la constante más sobresaliente es su extraordinaria locuacidad… De hecho, se tiene la impresión de que para Echeverría hablar es una necesidad fisiológica cuya satisfacción periódica resulta inaplazable… Está convencido de que dice cada vez cosas nuevas, en realidad verdaderas revelaciones.
Gabriel Zaid interpretó la hilaridad que provocaba esa lectura como un acto liberador:
Que en el trajín de la vida diaria veamos y escuchemos la vida pública con la misma «doblez» con que vemos y escuchamos los anuncios comerciales, descontando de antemano su irrealidad, es un buen mecanismo de defensa para no volvernos locos, pero es un mecanismo esquizofrénico, que nos hace funcionar dividiéndonos, no integrándonos. La integridad saludable frente a muchas cosas que hacen o dicen nuestros políticos sería la carcajada, la indignación.
Pero el lector podía advertir la amenaza latente de aquella realidad. Si la libertad política del país dependía de la autenticidad con la que el presidente practicara la crítica, la autocrítica y el diálogo, el panorama -escribió don Daniel- era desolador:
Después de un examen de no pocos textos y actos de Echeverría tras un largo y reposado discurrir, con todo el dolor de mi alma he llegado a una conclusión negativa. Y no, mil veces no, porque considere yo al Presidente un hipócrita o un farsante, sino porque no está constituido física y mentalmente para el diálogo sino para el monólogo, no para conversar sino para predicar. Mi conclusión se basa en la desproporción de sus reacciones o las de sus allegados ante la crítica, y en la pobreza increíble de los argumentos con que la contestan.
El estilo personal de gobernar presagió veladamente el golpe al Excélsior de Julio Scherer. Cosío no vivió para verlo pero lo presintió. Así me lo hizo saber poco antes de morir. El sexenio que abrió el clima de libertades terminó censurando la libertad de expresión. El sexenio de la «apertura democrática» terminó cerrando las vías democráticas. Pero de ese golpe los periodistas y escritores independientes se repusieron para fundar nuevas publicaciones y defender la libertad. Así ocurrió entonces. Así ocurrirá siempre.
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