Bajo el seductor nombre de W|ALLS, defend, divide and the divine, el recinto cultural dedicado a la fotografía, The Annenberg Space for Photography en Los Ángeles, ha montado una exhibición temporal que explora un concepto tan antiguo como la civilización: nuestra forma de crear barreras, reales y simbólicas, a través del tiempo. A 30 años de la caída del Muro de Berlín y la tozudez de Trump por construir un muro divisorio, la reflexión es oportuna.
La revelación me llegó por Agustín, además de amigo y colega, sabueso de superficies. De él tomé un gusto ocioso que ha refinado mi vista sobre casi cualquier cosa: detectar y fotografiar fragmentos de paredes o espacios que están ahí, a los ojos de todos, y a la vez ocultan un ángulo que, visto en la fotografía final, parece una obra de arte diseñada por un talentoso manipulador de texturas y colores. No hay tal. El secreto es el encuadre, la discriminación intencional de lo que ha de quedar fuera del rango visual, la composición que juega deliberadamente con lo que ofrece una pared, generalmente invisible ante la cotidianidad de la vida. Detectar y fotografiar paredes es adictivo, no extraña que Agustín le llame «Wall Candy».
Así como en las paredes de una cueva rastreamos pistas de un pasado, las paredes de una ciudad son como una piel con información para quien sabe observar, y por qué no, escuchar un diálogo a través del tiempo. Las paredes dicen mucho de nosotros, su altura, composición y grosor, son sintomáticos del poder que se oculta del otro lado, también del miedo y el tamaño del enemigo. Algunas, milenarias, subsisten al paso de los siglos, a veces en forma de muralla kilométrica para dividir países o ciudades, a veces como ícono de culto para expresar veneración y lamentos, de un lado, simple separación del otro. Desde los muros más icónicos en la historia del ser humano hasta la inmediatez de tu barda con el vecino, las paredes siempre son una confesión, una declaración de creencias, dictan quién pertenece y quién queda marginado, ordenan trayectorias y regulan movimientos, forman comunidad o la fracturan. Sirven para hacer la paz o la guerra.
Declaro mi gusto por las paredes, físicas y simbólicas. No idealizo un mundo sin ellas, sí una convivencia armónica, gracias a ellas. Aprendo a interrogarles del mismo modo que un médico forense extrae a un cadáver sus razones escondidas o un dermatólogo transita la piel de un cuerpo. Algunas paredes rebasan mi capacidad de asombro y documentan mi optimismo, como las de la discapacidad, que profesional y amorosamente ayuda a derribar la Fundación Teletón (por cierto, ya toca cooperar, ahí les encargo), o las que descubrí recientemente a través de Mayama, organización civil mexicana (con estatus consultivo en la ONU) que trabaja en zonas de alta marginación y violencia para transformar la vida de niños y sus familias, de modo que se vuelvan agentes de cambio en su comunidad. Los niños participaron en una sesión de co-creación bajo el método Design Thinking que promueve la ideación de soluciones y su aplicación efectiva. Para combatir la violencia familiar y social, la propia comunidad ha pintado en sus paredes mensajes que inspiran a la no violencia. Ser dueño de la voz de tus paredes es un avance en favor de una mejor convivencia. En el otro extremo viven las paredes con señales delincuenciales, paredes tomadas por el enemigo.
Las paredes hacen que nuestro vocabulario sea profundamente espacial. Vives del otro lado, siempre del otro lado. Aunque tal vez creías que eras de acá, para alguien más eres de allá. Entras, sales, cruzas y hasta escalas. En un alarde de creatividad un activista montó subibajas entre los tubos que dividen una parte de la frontera entre México y Estados Unidos. Para funcionar se requiere la cooperación binacional.
Siempre estarán ahí. Obstinadas de gruesos bloques, amenazantes con púas y navajas, hermosas otras, cubiertas de vegetación o convertidas en obras de arte con murales y leyendas. Ellas son también una metáfora de nuestras limitaciones personales. Quizá la vida consiste en saber cruzar o permanecer de un lado. Al menos en encontrar puertas.
Augura la autopsia: ninguna pared es infinita, infranqueable e indestructible. Y todas, absolutamente todas, hablan. ¿Qué dice la tuya?
@eduardo_caccia