Finalmente, los diputados federales aprobaron el Presupuesto de Egresos de la Federación (PEF) 2020.
La buena noticia es que, en los números grandotes, cumple la promesa de disciplina fiscal del gobierno de Andrés Manuel López Obrador. Es un Presupuesto de Egresos de la Federación ortodoxo que pudo haber sido diseñado por secretarios de Hacienda del periodo neoliberal como Francisco Gil Díaz, Agustín Carstens o José Antonio Meade. No es un PEF populista en el sentido de que el gobierno gasta más de lo que le ingresa y, por tanto, endeuda al país.
Ciertamente, hay dudas sobre si se cumplirá el objetivo de obtener, al final de 2020, un superávit fiscal primario, pero la sola promesa es positiva. En todo caso, de no hacerlo, habrá cierto déficit, aunque marginal.
El gobierno de Andrés Manuel demuestra que entiende: no tiene mucho margen de maniobra para endeudar más a México. Quiérase o no, uno de los pilares de la estabilidad macroeconómica de nuestro país ha sido –y seguirá siendo– la disciplina fiscal. Una señal de que el gobierno tenga intenciones de abandonar este pilar se interpretaría de manera fatal, con la posibilidad de una degradación de la calificación de la deuda soberana y una posible fuga de capitales.
Bienvenida, entonces, la responsabilidad fiscal del presente gobierno. Ahora bien, esto significa que el sector público no tendrá un presupuesto contracíclico, sino procíclico.
Ayer, el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (Inegi) informó que el Producto Interno Bruto (PIB) creció cero por ciento en los primeros nueve meses de este año respecto al mismo periodo de 2018. La economía mexicana está estancada. Algunos dicen que ya entramos en una recesión por llevar tres trimestres consecutivos de crecimiento negativo. Las caídas han sido, sin embargo, leves, por lo que otros economistas se resisten a llamar al estancamiento como recesión.
Potaito o potato, el hecho es que, independientemente de cómo queramos llamar a esta debilidad, la economía está atorada.
Los keynesianos piensan que, cuando algo así sucede, el gobierno debe implementar políticas anticíclicas: aumentar el gasto público, aunque se incurra en un déficit, con el fin de incrementar inversiones que estimulen la economía. Este gobierno, sin embargo, no es keynesiano. Prefiere la ortodoxia de los equilibrios fiscales. No habrá déficit. El gasto en inversión pública será de alrededor de tres puntos porcentuales del Producto Interno Bruto. Muy poco y lejano de los casi seis puntos que alcanzamos en 2016.
El PEF, entonces, no va a resolver la debilidad económica al estilo keynesiano. Hoy, sin embargo, se dará a conocer un paquete de sesenta y un proyectos de infraestructura.
De acuerdo con información filtrada por el periódico Reforma, algunos de estos proyectos los construirá el sector privado y otros el público, para un total de casi 254 mil 990 millones de pesos en el periodo 2019-2021. Estamos hablando de alrededor de un punto del PIB.
De los que podrían comenzarse a construir de inmediato y los que se iniciarían en 2020 (siempre y cuando se resuelva su “factibilidad”, sea cual sea ésta), el sector público invertirá 118 mil 364 millones de pesos que, supongo, están contemplados en el Producto Interno Bruto 2019 y/o en el 2020.
No es, en este sentido, dinero adicional al ya presupuestado. Lo adicional, en todo caso, son los 115 mil 365 millones de pesos que invertirá el sector privado en 18 proyectos aeroportuarios y que equivalen a medio punto del Producto Interno Bruto. Estos recursos, sin duda, ayudarán a recuperar algo del crecimiento económico del país. Pero tampoco esperemos un despegue espectacular.
De acuerdo con Reforma, los sesenta y un proyectos serían de una primera fase. Seguiría una segunda fase donde se revivirían las llamadas Asociaciones Público-Privadas (APPs): proyectos de inversión de largo plazo donde el sector privado construye y opera infraestructura para la prestación de un servicio público, por ejemplo, una carretera o un hospital del Instituto Mexicano del Seguro Social.
Al presidente Andrés Manuel López Obrador no le gustan las APPs porque las ve como una forma de privatizar los servicios públicos. Y tiene razón: son bienes públicos construidos y operados por el sector privado. Son un magnífico instrumento para un gobierno, como el mexicano, que no tiene recursos para invertir en toda la infraestructura que requiere el país.
El problema es que, en sexenios pasados, varias APPs terminaron en la colusión de funcionarios públicos con las empresas en detrimento del interés público. Para ponerlo más claro: en corrupción.
Bienvenido que el presidente Andrés Manuel López Obrador acepte, de nuevo, las virtudes de las APPs y evite, desde luego, sus potenciales vicios.
Twitter: @leozuckermann