El 4 de noviembre de 2008, un Learjet 45 de la Secretaría de Gobernación, en fila para aterrizar en la Ciudad de México, se desplomó. Murieron los tripulantes, pasajeros y personas que estaban donde cayó la nave. Se dijo que el secretario, piloto por afición, había tomado el mando del Learjet. De ser así, fue una abdicación del capitán: una obediencia irresponsable.
El secretario era más que el capitán, políticamente. El capitán era más, aeronáuticamente. El cruce de sus autoridades no las revocaba. Seguían siendo válidas en su propia esfera. Pero las autoridades cruzadas son problemáticas. Crean tensiones de difícil solución.
En la administración industrial, hay autoridades cruzadas entre los responsables de la producción, la calidad, la seguridad, los costos, las ventas. Las tensiones suelen atribuirse a diferencias personales, pero son inherentes a la división del trabajo. Igual sucede en las cadenas de tiendas o de hospitales: hay tensiones entre el corporativo y los ejecutivos de autoridad local.
Las tensiones políticas del segundo triunvirato que gobernaba Roma terminaron mal. Finalmente, Augusto se impuso como emperador e integró en su persona la autoridad militar, la política y la religiosa. Las tensiones entre el rey Enrique VIII y el papa Julio II también terminaron mal. El rey asumió la máxima autoridad religiosa en Inglaterra. Todavía hoy, la reina encabeza la Iglesia anglicana.
Este integrismo es milenario. Fue criticado en la doctrina evangélica sobre separación de poderes: «Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios» (Lucas 20:25). En el Sacro Imperio Romano, los teólogos medievales llamaron «conflictos de investiduras» a los del papa y el emperador sobre nombramiento de obispos. Todavía en el siglo XX, los soviéticos exigían ser consultados en esos nombramientos.
La integración de todas las autoridades en una sola persona no resuelve el problema: lo complica. La separación de esferas de competencia se ha consolidado en los últimos siglos como un progreso. Un presidente de la República, como cualquier ciudadano, puede tener opiniones legislativas, judiciales, médicas, literarias, religiosas, académicas, pedagógicas, familiares o deportivas. Pero no autoridad para imponerlas. Aunque sepa mucho de beisbol, no le corresponde decidir si un lanzamiento fue bola o strike. O si hacen falta refinerías. O el mejor lugar para construir un aeropuerto.
Después de los horrores de la Primera Guerra Mundial, en el clima de decepción y desaliento que vivían las democracias liberales, surgieron movimientos integristas de adhesión a líderes salvadores. Harold Laski, un socialista británico, publicó en 1930 The dangers of obedience frente al comunismo, fascismo y nazismo (después añadiría el franquismo). «No le debemos obediencia ciega e irracional a ningún Estado, a ninguna Iglesia». «Ningún Estado tiene cimiento más seguro que la conciencia de sus ciudadanos». Por buenas que sean las intenciones de un gobernante «siempre estará sujeto, dadas las limitaciones inherentes a toda autoridad, al error y la equivocación». (Los peligros de la obediencia, Madrid: Sequitur, 2017, p. 36). Erich Fromm psicoanalizó la abdicación ciudadana frente a los liderazgos mesiánicos en El miedo a la libertad.
La obediencia puede ser racional y necesaria en muchas circunstancias (laborales, deportivas, escolares). Enseñar obediencia a los niños es fundamental para su seguridad y desarrollo, incluso para que después tengan contra qué afirmarse o rebelarse. Pero los ciudadanos no son niños. La obediencia es requisito de una operación militar, pero la vida civil no es militar.
Las instituciones democráticas que se someten al presidencialismo absoluto traicionan su propia naturaleza. Quienes abdican de su autoridad se dañan a sí mismos, al país y hasta la persona objeto de su servilismo, que puede estrellarse o enloquecer si, cuando pegunta «¿Qué horas son?», le responden: «Las que usted diga, Señor Presidente».
Alguna vez, el presidente López Mateos, conversando con su amigo Manuel Moreno Sánchez sobre su experiencia en el poder, le habló de los problemas que el servilismo le causaba y del cuidado que tenía que tener al decir algo. Le puso como ejemplo que, llegando a una ciudad, le enseñaron lo que un periodista local había escrito sobre él. Se enojó y exclamó: «¡Pero qué se está creyendo este hijo de la chingada!». Al día siguiente, el periodista amaneció muerto.