Los seres humanos somos consumidores por definición. Desde el aire que respiramos hasta la tecnología sofisticada que se vuelve parte de nuestra cotidianidad, hacemos un consumo de los recursos a nuestro alcance. Ahora que se glorifica una forma de consumo, el comercial, con iniciativas como El Buen Fin, conviene mirar hacia otros ángulos del consumo, aquellos en donde hacemos nuestro algo, no necesariamente a través de una operación comercial, sí mediante un intercambio, en el que el objeto apropiado se integra a nuestro bagaje.
Cuando capturas una imagen (por ejemplo), posees un nuevo objeto, representativo de un lugar o de personas, que no son tuyos, aunque de quienes ya poses algo, ese momento irrepetible en que apretaste el botón de la cámara. Nuestra sociedad es predominantemente consumidora de imágenes. La proliferación de las cámaras, integradas a los teléfonos inteligentes, ha multiplicado la visión del mundo y a los fotógrafos. Susan Sontag lo vio venir con admirable precisión en Sobre la fotografía, escrito a principios de los años setenta, muy lejos aún de la era digital contemporánea: «La necesidad de tener la realidad confirmada y la experiencia mejorada es un consumismo estético al que todos ahora somos adictos. Las sociedades industriales convierten a sus ciudadanos en adictos a la imagen…».
No hay día en que no consumamos imágenes. ¿Qué sería de los llamados «influencers» sin la posibilidad de compartir fotografías y videos? Quedarían a merced de las palabras como único recurso, la mayoría naufragaría en las turbulentas aguas de la sintaxis. El consumo moderno no se concibe sin la imagen. Sontag develó un lado no grato de la captura de imágenes: «Fotografiar a las personas es violarlas, al verlas como nunca se ven a sí mismas (…) convierte a las personas en objetos que pueden ser poseídos simbólicamente. Así como la cámara es una sublimación de la pistola, fotografiar a alguien es un asesinato subliminal, un asesinato suave, propio de una era triste y aterradora».
Existe, sin embargo, un lado que redime la agresión fotográfica, la historia, el contexto que cuenta la imagen. Recientemente descubrí una foto espectacular, tomada en 1978, que le cambió la vida al autor y a los individuos fotografiados. Víctor Dell’Aquila es un argentino que toda su vida ha enloquecido por el futbol (quizá mi precisión sea un pleonasmo). A los 12 años un accidente provocó que le amputaran sus dos brazos, calcinados por una descarga eléctrica. Cuando le preguntó al médico por qué lo dejaba vivir así, el galeno le respondió: «Nene, le tenés que devolver la vida a tu madre». Vivir sin dos brazos no le impidió que, ya como adulto, el 25 de junio de 1978, cometiera una osadía épica cuando, en la final del campeonato mundial de la FIFA, celebrada en el Estadio Monumental de Buenos Aires, saltó desde la tribuna a la cancha momentos antes del silbatazo final. Argentina estaba a segundos de coronarse campeona del mundo.
El árbitro pita el final. El país estalla en júbilo. Víctor corre ya dentro la cancha. A unos metros de él están Alberto Tarantini y Ubaldo El Pato Fillol, de rodillas, fundidos en un abrazo de dos, que pronto será de tres, sin que el mundo se dé cuenta hasta varios días después cuando Ricardo Alfieri, el fotógrafo, revisa sus imágenes para observar que, al acercarse Víctor a los jugadores, las mangas de su suéter, incapaces de obedecer al cuerpo, se proyectaron en el aire como brazos hacia un festejo tripartita, una imagen histórica, imborrable, tremendamente emotiva, inmortalizada en la portada del diario El Gráfico, que ganará más de 80 premios internacionales y será conocida como El abrazo del alma. Treinta y seis años después, una firma mundial de refrescos conmemoró el suceso y volvió a reunir a los tres protagonistas. El video está en la red y lo pueden «consumir», sin costo, y hacer suya la historia para usarla a su conveniencia.
Ahora que nuestra cultura privilegia el tener sobre el ser, que la seducción contemporánea habita en una tienda y se escribe con tres palabras de plástico: meses sin intereses, no está de más recordar que las más grandes satisfacciones no necesitan código de barras ni entrega a domicilio, y que los abrazos, a veces, tampoco requieren brazos.
@eduardo_caccia