No es la primera vez que la palabra «moral» se inserta en el discurso político. Daniel Cosío Villegas la utilizó en 1970, en su «Rogativa» al presidente entrante Luis Echeverría:
México no necesita tanto un líder político; tampoco un reformador administrativo; ni siquiera un promotor enajenado de las obras públicas. Por lo que clama es por un líder moral, que sirva de ejemplo y de inspiración a todo el país.
¿Qué cualidades debía tener ese «líder moral»? Solo dos: rectitud y generosidad. La rectitud implicaba «severidad y firmeza en las resoluciones», a condición de que estas «fuesen justas, apegadas a la ley y a la razón». La generosidad implicaba nobleza de ánimo, mesura (es decir, moderación, comedimiento), contención y templanza.
Es importante subrayar que ambas virtudes corresponden a la tradición humanista occidental, no a la tradición religiosa o mística. Recuerdan los «Consejos políticos» de Plutarco en Moralia (Obras morales y de costumbres), no los Diez Mandamientos ni el Sermón de la Montaña. Son virtudes de una república, no de una iglesia o una grey religiosa.
¿A servicio de qué causa debía actuar un líder moral? No a la causa de la fe sino a la de la razón, no a alentar -por ejemplo- la presencia de la Iglesia en medios públicos sino a promover una reforma que aliviara las cuatro llagas políticas que asfixiaban al país:
1. El excesivo poder del presidente
2. El predominio aplastante del partido oficial
3. El peso asfixiante de la federación sobre la vida regional y local
4. Las costumbres políticas mexicanas
Por un momento, Echeverría pareció tomarle la palabra. Proclamó el arribo de una nueva era de «apertura democrática», caracterizada por el ejercicio de la «crítica» y la «autocrítica». Solo unos cuantos intelectuales y casi todos los estudiantes universitarios descreímos de sus promesas. Para nosotros, la herida del 68 estaba abierta y volvió a sangrar, literalmente, en la matanza del 10 de junio de 1971. El presidente prometió una investigación inmediata, que nunca llegó. A pesar de esos hechos, varios académicos y escritores mantuvieron la esperanza en su gobierno.
Por breve tiempo, fue el caso de don Daniel. Además de concederle «rectitud de propósito y buena fe», encomió su empeño de «enderezar a la nación por el buen camino de una vida pública más abierta, más democrática». Ese era el buen uso de un «liderazgo moral»: lograr que la «monarquía, absoluta, sexenal y hereditaria por línea transversal» -como llamó al régimen- se transformara en una república, representativa, democrática y federal, con pleno goce de las libertades, en particular, de la libertad de expresión.
En octubre de 1971, en una ceremonia en el Museo Nacional de Antropología, Cosío recibió de manos de Echeverría el Premio Nacional de Artes y Letras. Recuerdo cómo arrancó su discurso, precisamente como los oradores griegos o romanos, sin leer un texto: «No de ahora, sino de mucho tiempo, he sido reacio a aceptar premios». Lo aceptaba únicamente por la «atmósfera de libertad y de crítica que comenzaba a respirarse en el país […] del que todos somos, no solo hijos, sino hijos predilectos».
Pronto llegaron las malas señales y Cosío no dejó de advertir sobre ellas. Por ejemplo, la caótica hiperactividad del presidente, que «confundía su sexenio con un semestre», o la obsesión de hablar todo el día, todos los días, debido a la cual no tardaría en referirse a él como un «predicador», en el sentido religioso de la palabra.
El beneficio de la duda duró poco. El «liderazgo moral» de Echeverría terminó por revelarse como un artificio del poder para acumular más poder. Sus decisiones no fueron rectas sino tortuosas, oscuras, erráticas. Tampoco fueron generosas sino torvas, mezquinas, incluso malévolas. Rara vez se apegó a la razón, la justicia o la ley. Fue desmesurado, inmoderado, incontinente, destemplado. «La apertura democrática» era una nueva máscara del autoritarismo. Y la tan cacareada «autocrítica», una cortina de humo para acallar a la crítica.
Al descubrir la mentira, el historiador comprendió que su «Rogativa» había sido desoída. Dedicó el resto de su vida a la crítica del poder presidencial. Por hacerlo, recibió desde el poder insultos, calumnias, descalificaciones y hasta libelos difamatorios. Su respuesta fue redoblar la crítica en el Excélsior de Julio Scherer, Plural de Octavio Paz y en tres libros notables. Su respuesta fue ejercer -con rectitud y generosidad- el liderazgo moral que le correspondía.
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