Para caracterizar la naturaleza del mal, el presidente López Obrador no recurre a los marcos legales de una república sino a la esfera religiosa, en particular a dos de los Diez Mandamientos: «No mentirás», «No robarás». Extrañamente, en su discurso aparece poco el precepto que, desde el origen, norma la vida en sociedad: «No matarás». ¿Cómo operan, en la práctica, sus creencias?
«No mentirás». Aunque el presidente solía repetir que no miente, en tiempos recientes ha dejado de mencionarlo. Su diaria exposición de los problemas del país no se caracteriza por la sencilla y sincera confrontación de la verdad sino por la imprecisión, la evasión, el silencio, el insulto o la descalificación de quien lo cuestiona, y sí, la mentira. En la era de las «fake news» puede parecer normal que declare tener «otros datos» y que su público cautivo los avale, pero un sector creciente de la opinión sabe que esos datos alternativos son demostrablemente falsos. En los tiempos actuales no hay mentira impune.
«No robarás». La corrupción (entendida como el uso privado de los recursos públicos) ha sido la llaga mayor de nuestra vida pública y es loable la voluntad de enfrentarla, pero no basta la prédica moral del ejemplo o la palabra. La única vía probada es la denuncia de la prensa independiente, la información de instituciones autónomas de transparencia y la acción de un aparato judicial independiente, tres entidades que López Obrador -para decirlo con suavidad- desestima. Por lo demás, la discrecionalidad de varias decisiones de política pública (concesiones, nombramientos) y la presencia en su entorno de figuras emblemáticas de la corrupción (no solo económica sino sindical, política y electoral) restan credibilidad a sus empeños.
«No matarás». Como si se tratara de un mandamiento incómodo, el presidente suele eludir la palabra «criminales» o «asesinos». En alguno de sus exhortos se refirió eufemísticamente a «las personas que se dedican a esas actividades», como niños traviesos que merecen la reprimenda de las madres y abuelas por haber hecho algo malo o, mejor dicho, maloliente, que produce asco. El presidente no cree en la existencia intrínseca del mal (en particular del mal extremo, el asesinato). El presidente cree que todo asesino es una víctima del orden social. Por eso declaró que le «conmueven» las condiciones carcelarias del Chapo Guzmán, por eso tuvo expresiones de misericordia con sus familiares. En cambio, frente al dolor de las víctimas -como aquella madre desconsolada que se postró a sus pies para implorar por su hijo desaparecido, o los deudos de policías y soldados asesinados- el presidente muestra una retracción sombría.
De este extraño concepto del mal se desprenden consecuencias. La gradación del mal se ha invertido: el robo resulta más grave que el asesinato. Por eso la defraudación fiscal -sin duda punible- se ha elevado potencialmente al rango del crimen organizado. Por eso el verdadero crimen organizado se ha degradado al nivel de una mala crianza que se resuelve con admoniciones espirituales.
Otra derivación es el modo de combatir el mal. Abrazos, no balazos. Lo que nunca ha ocurrido en la historia humana ocurrirá en México. La pauta legal que castiga el crimen desde el Código de Hammurabi hasta las constituciones vigentes en todo el mundo se detiene en la Cuarta Transformación. Vivimos una Nueva Era que algún día borrará la injusticia social, raíz del mal. Entonces no habrá criminales. Entonces seremos felices. Mientras tanto reina la impunidad.
A partir de esa premisa se entiende que el ejército, la institución más querida y respetada de los mexicanos, esté siendo desvirtuado en sus labores esenciales, tentado por una tajada de poder (y, no nos engañemos, de dinero) y dedicado a la valiente tarea de defender el suelo patrio de esos peligrosos «masiosares», esos extraños enemigos que son los migrantes centroamericanos. A partir de esa premisa se entiende que la fuerza pública se doblegue no solo ante el crimen organizado sino ante el crimen desorganizado, el que ocurre en las calles y las plazas del país, donde los delincuentes comunes han entendido que tienen carta blanca.
El presidente López Obrador está a tiempo de reconocer que el mal radical existe en sí mismo, al margen de determinaciones sociales, que tiene grados, y que es irreductible por cualquier otra vía que no sea la del Estado de derecho. La inmensa mayoría del país, gente buena que no roba ni mata, lo agradecería.
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