La destitución del anterior director del Coneval dio pretexto a Andrés Manuel López Obrador para lanzar una discusión sobre –y proseguir con su cruzada contra– los entes autónomos en México. Más allá del debate a propósito de los años –casi catorce– durante los cuales Gonzalo Hernández Licona permaneció al frente del órgano evaluador de la pobreza, de las virtudes de la austeridad republicana en instituciones de esta naturaleza, y de la posible coincidencia de la salida del titular con la inminente publicación de las cifras de pobreza, y luego de desigualdad, de 2018, AMLO planteó un dilema más de fondo.
En los países democráticos –ricos, pero también pobres, como la India– desde hace decenios si no es que más, se ha tratado de establecer una diferencia entre Estado y gobierno. El gobierno cambia con cada elección; el Estado permanece. ¿Que permanece? Lo obvio, desde luego: el Poder Judicial, las Fuerzas Armadas, las fuerzas de seguridad, el fisco, etc. Pero con el advenimiento de la modernidad y la complejidad de las sociedades del siglo veinte, se vio como la vieja separación de poderes no bastaba. Fue creciendo la lista de entes estatales cuyos empleados, funciones e inclinaciones escapaban a la alternancia de gobiernos, al vaivén natural de las elecciones, al estado de ánimo de la opinión pública.
Se nutrió el conjunto de instituciones autónomas, independientes o “estatales”. En la mayoría de los países democráticos, el banco central, por ejemplo, tendió a adquirir un carácter propio, separado del gobierno de turno. La mayoría de los órganos reguladores –de competencia, de los mercados financieros, de comunicaciones, de salud, de ciertas industrias (la aviación, por ejemplo)– pasaron a adquirir esa autonomía. Se pensaba que sus características técnicas, apolíticas y “desideologizadas” permitían y exigían este tipo de independencia. Nunca fue del todo real la versión según la cual se trataba de instituciones por completo externas al ámbito de la política, sobre todo los bancos centrales, por ejemplo, pero eran más “externas” que otras.
En los países menos ricos y que durante los últimos años del siglo veinte fueron saliendo de la penumbra autoritaria –en América Latina, en Asia y en África– se buscó ampliar el espectro de la autonomía por otras razones. Muchos partidarios y luchadores por la democracia temían que hubiera un retroceso en las transiciones en curso, y buscaban asegurarse lo más posible que el Estado dependiera lo menos posible del gobierno. Fue el caso en México, desde luego, pero en muchos otros países también.
El caso más evidente en nuestro país fue el Instituto Federal Electoral, en vista de la larga historia de fraude en materia comicial que había padecido México. Otros fueron el INEGI, gracias a la manipulación estadística por parte del antiguo régimen, y muchos de los entes que fueron surgiendo ya sea en el contexto de la democratización del país, ya sea a raíz de los convenios internacionales que firmamos. La proliferación sin duda fue excesiva; se produjeron varias duplicaciones de funciones; cada órgano tendió a adquirir vida propia, con las consabidas consecuencias: mayor presupuesto, mayor burocracia, expansión de competencias y facultades, etc. Eran gajes del oficio, que debían y deben corregirse, pero que correspondían a una etapa de la vida del país y a reclamos justos de una sociedad profunda y justificadamente desconfiada de sus gobiernos.
Hoy López Obrador busca debilitar, neutralizar o suprimir los entes autónomos justamente por las razones que les dieron vida. Estorban para gobernar; acotan los mandatos y los márgenes de maniobra de cualquier gobierno, sobre todo de los más propensos al cambio radical. Para eso sirven: para permitir la alternancia al limitar las alternativas. Al igual que los tratados internacionales, son especies de camisas de fuerza que los países democráticos se colocan a sí mismos para reducir la tentación de bandazos en distintos ámbitos. Hay cosas que a pesar de los resultados electorales, simplemente no se pueden.
En ocasiones, como el Brexit en el Reino Unido, las sociedades se rebelan contra entes autónomos supranacionales y dicen basta. En otros momentos, se exige el fin de la autonomía de instituciones “salvajes”; es decir, que se han vuelto autoritarias y por completo carentes de rendición de cuentas. ¿Hemos llegada a eso en México? ¿O la embestida de AMLO corresponde únicamente a su afán de eliminar contrapesos?