La última ofensiva de Andrés Manuel López Obrador contra algunos medios de comunicación ha vuelto a poner en el centro del debate nacional el tema del alcance del llamado derecho de réplica del Presidente. Sus ataques a Proceso y a Reforma, de esta semana, más los que se acumulen, son justificados por el propio AMLO, como por sus partidarios, en tanto parten de un sano debate entre una figura política que es criticada, o si se quiere atacada, por diversos medios, y esos mismos medios que reciben una sopa de su propio chocolate.
Muchos distinguidos miembros de la comentocracia ya han explicado que no hay simetría posible entre el Presidente y un medio, un columnista o un conductor. El uno tiene tras de sí todo el poder del Estado, que no siempre o no únicamente se puede utilizar de las formas más burdas que conocimos hace muchos años en México. En cambio, el crítico del gobierno no tiene más que su computadora, su voz o su rostro en la televisión, y se encuentra en una situación de extrema vulnerabilidad, en todos los sentidos de la palabra, sobre todo ahora en la era de las redes sociales. Es absurda la pretensión de López Obrador de tratar de establecer una igualdad entre él y sus críticos, como si fueran personas similares. Como diría Selena, somos de distintas sociedades.
Tal vez una de las razones de esta confusión, si no en la mente presidencial sí en algunos de sus partidarios, reside en la asimetría entre el Estado y los críticos. Esta asimetría reviste muchas facetas, pero quisiera enfatizar dos de ellas. La primera es la existencia de una multiplicidad de instrumentos de los cuales dispone el Estado para presionar de una forma u otra a los medios de comunicación. La abierta censura es, en la mayor parte de los países hoy, lo de menos. Incluso en México prácticamente ha desaparecido, aunque de vez en cuando alza su siniestra cabeza. Son otros los medios al alcance del Estado. Por supuesto está la publicidad gubernamental, que mientras siga siendo discrecional –como lo es ahora– será un instrumento de presión, trátese de mucho dinero –como bajo Peña Nieto– o de menos dinero, bajo AMLO. Pero incluso la publicidad gubernamental no es la única y tal vez ni siquiera la más importante. Ya que López Obrador mencionó a Julio Scherer padre, conviene recordar, como lo hice en una conferencia organizada por Mario Vargas Llosa en Guadalajara, a finales de mayo, cómo se originó el golpe del expresidente Luis Echeverría contra Excélsior. Primero, les pidió a los anunciantes que dejaran de comprar publicidad; ya muy debilitado por esta maniobra, la dirección encabezada por Scherer no pudo capotear la insurrección que dirigió Regino Díaz Redondo.
Hoy en México es difícil saber si la razón por la cual ha descendido la publicidad privada en algunos medios proviene del enfriamiento de la economía en su conjunto, o de una acción preventiva de anunciantes para “quedar bien” con Palacio. De la misma manera que es difícil saber en aquellos numerosos casos en que dueños de medios han reducido el pago y/o han despedido a distintos colaboradores de sus páginas, o de sus emisiones, si se debe a problemas económicos innegables o a un deseo de complacer al poder.
Un segundo elemento de asimetría fue muy bien descrito por Salvador Camarena en este mismo diario hace un par de días. Se trata de la división perpetua de los medios, la comentocracia y la profesión periodística en México. El Estado, de manera más o menos consciente, opera de modo unificado. No necesariamente tiene que haber órdenes desde arriba hasta abajo mostrando el camino. Hasta los más mediocres funcionarios de la 4T entienden lo que es “la línea”, sobre todo aquellos que provienen de un origen de izquierda. En cambio, el otro bando se encuentra en un estado de perpetua dispersión. Nunca se alían, salvo en respuestas gremiales a supuestas críticas a su “profesión”. Pero los directores de medios no necesariamente actúan juntos; la comentocracia con grandes dificultades se une en torno a estos temas y la defensa de cualquier integrante de la misma que sea víctima de un atropello; y entre los reporteros, salvo esa reacción gremial, más bien es la competencia la que domina.
¿Es sano este debate? Probablemente sí, aunque no necesariamente de la manera en que lo está planteando López Obrador. Pero en todo caso es el debate que hay y conviene pronunciarse al respecto.