A reserva de que Donald Trump nos entregue unas nuevas revelaciones mañana, o que el gobierno de López Obrador se anime a contar todo lo que aconteció, disponemos de algunos elementos adicionales para evaluar el acuerdo suscrito entre ambos presidentes el sábado anterior en Washington.
Para empezar, todo sugiere que se trató de un convenio interino. La verdadera sustancia involucrada es aquella que entrará en vigor dentro de 45 días, a partir del 8 de junio, si es que las métricas impuestas por Estados Unidos no se cumplen. Existen dos tipos de métricas: las del sur y las del norte. En el norte se trata de cuántos centroamericanos nos devuelven: muchos más que los 250 diarios en semanas recientes, en tres cruces fronterizos, para alcanzar hasta 1,000 diarios en once puntos fronterizos. En el sur, cuántos deportamos, cuántos detenemos y, sobre todo, cuántos llegan al norte procedentes del sur. Según The Washington Post –obvio, para enterarnos de lo que sucedió es necesario revisar la prensa de Estados Unidos; en esta materia, la de México no puede– los mexicanos plantearon una reducción de 144 mil detenidos en mayo a 60 mil en octubre. Asimismo, se trataría de pasar de 700 detenciones de centroamericanos en el sur, hasta 2,000 diarios en los próximos meses, para reducir a la mitad la llegada a la frontera norte.
México también se comprometió, según un alto funcionario norteamericano citado por el WP, a aumentar el patrullaje y las detenciones de su lado de la frontera norte, algo que nunca se había hecho.
En cuanto al acuerdo de tercer país seguro, tanto el propio Ebrard como el vicepresidente Pence y los documentos secretos (que según los mexicanos no existen) divulgados por Trump y por los medios norteamericanos, las cosas ya están más claras. Si en 45 días no baja la cifra de detenidos en la frontera de México con Estados Unidos, entraría en vigor, 45 días más tarde, lo que eufemísticamente llaman ahora primer país de asilo, o los aranceles. Ebrard dice que ya no habría aranceles, pero Trump, Pompeo y los documentos, que sí. Este convenio, de acuerdo con la hábil y mentirosa maniobra de Ebrard, tendría que ser aprobado por el Senado en México. Non en vero, ma è ben trovato.
¿En qué consiste un acuerdo de primer país de asilo? En lo que comentamos aquí hace una semana. Los africanos tendrían que pedir asilo en Brasil; los cubanos y haitianos en Panamá y Nicaragua; los salvadoreños y hondureños en Guatemala; y los guatemaltecos en México. Con esta “vuelta” (en colombiano) se suprime el término “seguro”, que es objeto de burla. Resultaba que Guatemala y México serían países “seguros” para solicitantes de asilo, tesis que no pasa la prueba de la risa para cualquier mexicano y guatemalteco que se respetan. No son países seguros ni siquiera para sus propios ciudadanos.
Estados Unidos suministraría “decenas de millones de dólares” para sufragar los costos de este trabajo sucio, no para el desarrollo del Triángulo del Norte. Ahora sí México aceptaría. En pocas palabras, se formalizaría, con creces, lo que venimos haciendo, con muchos altos y bajos, desde julio de 2014.
Ahora bien, ¿resulta factible todo esto? No lo creo: me parece que les estamos tomando el pelo a los funcionarios de Trump. Los norteamericanos se muestran muy ilusionados con las “novedades” de las concesiones mexicanas, por ejemplo, despachar a 6 mil efectivos de la supuestamente existente Guardia Nacional. Nadie del gobierno anterior quiere revelar cuántos efectivos de Sedena o de la PF incluyó el Plan Frontera Sur, en 2014, pero me extrañaría que fueran muchos menos. José Díaz-Briseño, de Reforma, nos informa que el gobierno ya tenía la intención de desplegar 600 guardias nacionales a 11 municipios en el sur-sureste. Normalmente, 600 multiplicado por 11 da un poco más de 6 mil. En otras palabras, los mexicanos le vendieron un puente ya construido a los norteamericanos. Bien hecho.
Pero el engaño difícilmente puede durar. Les hemos tomado el pelo demasiadas veces, en ocasiones con su discreto conocimiento, en otras no. La gran pregunta es si no entramos ya en una era nueva de la relación de México con Estados Unidos, en la cual por primera vez desde los años veinte, asuntos fundamentales de la política interna mexicana se vuelven de la incumbencia de Washington. Hasta ahora los sucesivos gobiernos norteamericanos, desde Coolidge hasta Obama, dejaron en manos de los sucesivos gobiernos mexicanos la inmensa mayoría de los asuntos internos. La economía, no tanto: desde 1982 por lo menos. Lo demás, sí. En parte porque no la entendían, en parte porque suponían, con algo de razón, que “los bárbaros del sur” conocían mejor los vericuetos de sus idiosincrasias, en parte porque no importaba demasiado. Parece que ya no. Gran paradoja que quien lo haya aceptado se crea el heredero de Lázaro Cárdenas.