La campaña presidencial en Estados Unidos para el 2020 ya arrancó. El martes 18, Donald Trump lanzó su intento de reelección, con un mitin multitudinario e incendiario en el estado de Florida; los primeros debates entre los candidatos demócratas tendrán lugar el 25 y 26 de junio; tal y como era previsible y como ha sido el caso desde hace algún tiempo, el proceso comienza con un año y medio de anticipación.
En 2015, cuando Trump inició su búsqueda de la presidencia, fui de los pocos que a lo largo del año y medio siguiente especulé que era factible la victoria de Trump. Me mantuve en lo dicho hasta un mes antes de las elecciones, cuando junto con muchísimos otros integrantes de la comentocracia mundial, y en particular de Estados Unidos, me fui con finta de las encuestas nacionales. Todos los expertos, en particular Nate Cohn de The New York Times, vaticinaron que Hillary Clinton no sólo obtendría una mayoría significativa del llamado voto popular, sino que también esgrimía una probabilidad de más de 80% de ganar con el triunfo en el llamado Colegio Electoral. Debí haber confiado más en mi intuición que en los especialistas, pero son errores que uno comete.
Ahora bien, la mejor manera de no cometer errores es no atreverse a tomar partido, o a intentar algún tipo de pronóstico. Por lo tanto, fiel a mí mismo, es decir, temerario o incluso irresponsable, le entrego al lector algunas ideas para el 2020. En primer lugar, creo que la reelección de Trump no está asegurada; me atrevería a decir que es altamente improbable, si no es que imposible, que obtenga un segundo periodo presidencial. Sé que esto es relativamente contraintuitivo y, en alguna medida, contra la historia.
Primero lo contraintuitivo. Con una economía pujante y posiblemente a salvo de una recesión antes de los comicios de noviembre de 2020, Trump cumple con una de las condiciones sine qua non para ser reelecto: una buena gestión y desempeño económicos. En segundo lugar, no hay una guerra en curso o inminente; tampoco se vislumbra algún escándalo mayúsculo –es decir, mayores a los que ya ha vivido– que pueda hundirlo de aquí a entonces. En términos generales, con la economía hacia arriba, la inflación hacia abajo, el desempleo en los menores niveles desde hace medio siglo, debe de ganar. Históricamente, en tiempos recientes, sólo dos presidentes han fracasado en su intento reeleccionista: Jimmy Carter en 1980, y George H. W. Bush en 1992. Se podría agregar a la lista, de alguna manera, a Harry Truman, que no se presentó en 1952 y a Lyndon Johnson que no lo hizo en 1968. Pero la norma es que, en efecto, presidente en funciones es reelecto.
Los apostadores y demás expertos le siguen dando a Trump una posibilidad de casi 60% de ser reelecto, en buena medida por la marcha de la economía y por la historia justamente. Pero todo esto puede no significar gran cosa si revisamos otras cifras y tendencias históricas.
En primer lugar, en todas las encuestas nacionales, el principal candidato demócrata en este momento, el exvicepresidente Joe Biden, le saca una ventaja de aproximadamente 10 puntos a Trump. Esto es entre tres y cuatro veces más que la ventaja que obtuvo Hillary Clinton en el voto popular en 2016. De mantenerse esta tendencia, no existe posibilidad aritmética de reparto de los votos en los cincuenta estados para que Trump vuelva a compensar por su derrota en el voto popular con un triunfo exiguo en algunos estados importantes para el Colegio Electoral. En segundo lugar, la popularidad de Trump, o su nivel de aprobación, nunca ha rebasado los 41-42 puntos desde que llegó a la presidencia, que es un porcentaje semejante al que obtuvo en la elección de 2016. No existe ninguna razón para pensar que pueda rebasar ese umbral ahora. La economía podrá seguir funcionando bien, pero ya lleva dos años haciéndolo; los escándalos podrán no afectarlo, pero tampoco van a desaparecer; y, lo que vuelve odioso a Trump para un sector importante de la sociedad norteamericana desde 2016, tampoco va a desaparecer. Por último, en materia de encuestas, en los cuatro o cinco estados decisivos, ya sean números públicos, o aquellos de la campaña del propio Trump, muestran que cualquier candidato demócrata lleva una ventaja importante en dichas entidades federativas.
¿A cuáles me refiero? A las que le dieron la victoria en 2016. Primero Florida, quizás la joya de la corona, donde en este momento lleva una desventaja de casi diez puntos con relación a Biden. En seguida, Pennsylvania –de donde es oriundo Biden, y donde ha instalado la sede de su campaña-: ahí también la ventaja es de casi diez puntos. Luego siguen Michigan y Wisconsin, como estados absolutamente decisivos, y en menor medida, Ohio y Iowa. Todos estos estados los ganó Obama tanto en 2008 como en 2012, y en teoría debieron haberse colocado en la columna demócrata en el 2016, pero por los errores de Hillary Clinton no fue el caso. Si en dos o tres de estos estados, ya sin hablar de los cinco o seis, Trump pierde, su reelección es casi matemáticamente imposible.
Pero la razón más importante por la cual un demócrata va a ganar, en mi opinión, es por la polarización del electorado. De la misma manera que los dos periodos de Obama incendiaron el resentimiento de amplios sectores de la población blanca sin educación universitaria y mayor de 50 años. La presidencia de Trump ha encendido los ánimos de todos los grupos perjudicados por él. Se trata de una serie de minorías, o cuasi mayorías, que han mostrado una propensión a movilizarse y participar en las distintas elecciones intermedias que, si eso es premonitorio, saldrán a votar en masa en 2020. En primer lugar, desde luego, la población afroamericana; en segundo lugar, los latinos; en tercer lugar, los asiáticoamericanos; en cuarto lugar, las mujeres con educación universitaria y menores de 50 años; y en quinto lugar, los exdemócratas blancos, con educación superior, y de alrededor de 50 años que votaron por Obama, luego por Trump, y ahora volverán con cualquier candidato demócrata. En 2018, 30% de los votantes perteneció, o bien a la minoría afroamericana, o bien hispana, o asiática. Si su participación es igual o superior a la de hace un año, de nuevo la victoria de Trump se vuelve matemáticamente casi imposible.
¿Así va a suceder? Obviamente es imposible saberlo a ciencia cierta. Existen varios obstáculos. El principal de ellos es que los demócratas logren alinear una mancuerna a la vez consensual, equilibrada y que atienda las dos exigencias relativamente contradictorias del electorado: posiciones avanzadas, muy progresistas, de reformas de fondo de la sociedad norteamericana, por un lado; y un candidato centrista, que dé seguridades a los sectores más moderados del electorado demócrata y algunos republicanos, y que no podrá ser teñido de socialista por Trump. Este es mi vaticinio, lo comentaremos a principios de noviembre del 2020.