Para mi hermanito putativo, el Doctor Ricardo Stern
Me resulta inquietante la ligereza con la que el mundo moderno otorga a la palabra igualdad una connotación enteramente positiva. ¿Igualdad ante la ley? Bueno, por supuesto que es algo enteramente positivo, pues independientemente de que una condena pueda atenuarse o no con base en ciertas características específicas del presunto culpable, la idea de que se le juzgue igual al rey que al más humilde de los plebeyos, es sin lugar a dudas una de las máximas joyas de las ciencias jurídicas de nuestro inigualable occidente. ¿Pero qué me dices de la igualdad de resultado? Aquí es donde empiezan los problemas, pues en una carrera de 400 metros, la única manera de lograr la igualdad entre sus competidores es obligando a punta de pistola al más rápido a correr más lento, y/o, con látigo en mano, al más lento a correr más rápido. Robo y esclavismo, respectivamente (robo de velocidad, en el primer caso, y obligación coercitiva –o violación de la libertad de correr y/o entrenar al ritmo deseado- en el segundo). Debido a lo anterior, podemos deducir que uno de los costos casi inevitables de la libertad de correr a la velocidad que se nos dé la gana (es decir, uno de los lamentables efectos secundarios de tan divino elixir), es la desigualdad en casi todos los campos posibles.
Claro, la vida no es una competencia. De ahí a que en ella el factor caridad deba jugar siempre un papel protagónico; es decir, la vida es (o debería ser) una carrera de 400 metros, pero en la que los “ganadores” (cuando los “perdedores” así lo desean) entrenan, ayudan y apoyan a los corredores lentos para que éstos puedan ser cada vez más “iguales” a los primeros en materia de altas velocidades.
Libertad y caridad: la pareja perfecta para el adecuado desarrollo de cualquier sociedad auténticamente civilizada del universo.
Y hablando de parejas, cabe mencionar que otra de las grandes víctimas de esa patológica búsqueda de una igualdad absoluta y a toda costa, suele ser la familia. ¿Y eso? Bueno, porque en una búsqueda radical de la igualdad, todo orden jerárquico se torna en un mortal enemigo de la misma. Es así como en Igualilandia no puede haber directores de orquesta, sólo atrilistas; tampoco patrones, sino sólo obreros y, evidentemente, no puede haber padres, sino sólo hijos, ya que, en términos naturales, es la figura del adulto aquella que por cuestiones incluso biológicas suele llevar sobre sus hombros una mucho mayor carga de responsabilidades que sus contrapartes infantiles, lo que provoca lógicamente que el adulto ostente un nivel jerárquico superior en relación con el de los niños.
Suena lógico, ¿no? Por supuesto. Y no sólo es lógico, sino que, lo contrario, es prácticamente crueldad y abuso infantil. ¿A qué enfermo se le ocurriría darle una responsabilidad a un niño sumamente pequeño e inmaduro igual de pesante que aquella propicia para un viejo sano y con toneladas de experiencia y sabiduría a sus espaldas?
La única manera de lograr esa tan predicada igualdad, una vez más, es esclavizando niños; sometiéndolos a exigencias nada procedimentales ni compatibles con sus niveles de desarrollo y/o, por supuesto, obligando a los más maduros a dejar de serlo, con el desquiciante e inútil objetivo de “emparejar las cosas”.
Y justo lo mismo aplica en el campo económico: un buen gobierno se encarga de establecer un sistema político en el que sea posible, entre otras cosas, que una persona realmente deseosa de trabajar logre hacerlo y vivir dignamente de ello; pero aquel gobierno que pretende que todos sus ciudadanos ganen lo mismo, eventualmente se verá obligado a caer en las garras de ese tiránico dragón de dos cabezas, que esclaviza a los pobres (para así obligarlos a ser más ricos) y roba o encarcela o mata o paraliza temporalmente la actividad productiva de los ricos (para así obligarlos a ser más pobres).