¿Tengo derecho a calumniar al inocente? ¿Tengo derecho a ser violento verbalmente para con mis seres amados? ¿Qué tal lo anterior para con mis enemigos u opositores? ¿Qué tal para con mis hijos menores de edad? ¿Tengo derecho a hacer una “divertida” broma cuando el avión se encuentra a punto de despegar, que consista en gritar a la tripulación y al resto de los pasajeros que tengo una bomba conmigo y que estoy dispuesto a detonarla, sin que ninguna de las dos cosas sea cierta? ¿Tengo derecho a ser homofóbico, racista o sexista al hablar? Y si no poseo dicho derecho, ¿tampoco tengo el de hacer chistes con tintes homofóbicos, racistas y/o sexistas? Tema delicado y complejo, al menos para mi poco refinado cerebro, cabe confesarlo.
Creo que las bases fundacionales de mis ideas al respecto yacen, a su vez, sobre un principio que dice más o menos así: el tener derecho a hacer algo estúpido, no le quita lo estúpido al estúpido que haya decidido utilizar dicho derecho. ¿Ejemplos? Pues creo que podríamos empezar con los vicios: tengo derecho a deshacerme el hígado, abusando del alcohol, pero el hecho de que yo sea la principal persona responsable de mi propio hígado, me convierte, en el mejor de los casos, en un imbécil, si mis decisiones individuales para con él son de índole destructiva y negligente.
Y mi manera de comprobar que es mejor que a mí, adulto presuntamente juicioso, se me conciba como la principal persona encargada del adecuado cuidado de mi propio hígado (o, en otras palabras, como a un ser soberano de su propio cuerpo; libre de cuidar o despedazar a cada uno de sus órganos internos) es que, la opción restante para resolver dicho dilema, parece ser aun más nefasta que la primera. O sea, si yo no soy el máximo responsable de mi hígado, ¿entonces, quién? ¿Tú? ¿El Estado? Bueno, en dicho caso, tendríamos prácticamente que tener una especie de guardaespaldas de la policía, pagado con nuestros propios impuestos, las 24 horas del día junto a nosotros, para que me castigue si tomo una copa de más. O tal vez soy un viejo anticuado, y el vigilante en cuestión pudiera ser reemplazado por algún avance tecnológico. ¿Qué tal cámaras de vigilancia 24/7? ¿Qué tal una auditoria sorpresa semanal de alcoholímetro? ¿Tú qué opinas? Cuál de las dos opciones se te hace la menos mala: tú cuidando de ti mismo, o papito gobierno cuidándote como si fueras un bebito indefenso e incapaz de decidir por sí mismo lo que más le conviene.
Bueno, pues de una muy parecida manera, considero que es amable e incluso moral hablarle de usted a una persona que así te lo ha solicitado, pero de ahí a que, si no lo haces, se te meta a la cárcel, ¡hay mucho trecho! O sea, si la tuteas, podrás ser un imbécil y un déspota, pero no criminal, puesto que tienes derecho a ser imbécil y déspota para con él, al menos en dicho sentido. ¿Me explico?
Además, simplemente imagina un mundo en el que se criminalice el que yo no te diga como tú quieres que te diga: ¿qué si un ser enteramente desagradable decide obligarte a que lo llames “amorcito corazón”, y que, si te negaras a hacerlo, el tipejo te llevara ante la justicia para que fueras procesado penalmente? No, bueno, imagínate la cantidad de orates que exigiríamos que el mundo entero se refiriera a nosotros como Su Alteza Serenísima, Su Santidad, Monseñor, Amo mío y del universo, o, ¿por qué no?, ¿Dios Omnipotente, Todopoderoso y Eterno?, ¿de una santa vez por todas?
Y lo anterior obviamente no significa que la libertad de expresión no tenga sus límites, como por ejemplo, lo de la bromita de: ¡hay una bomba en el avión!, o la difamación directa con base en una mentira comprobablemente falsa; pero nunca olvidemos que la destrucción de los canales de comunicación entre los seres humanos suele conducir al tribalismo y a una creciente y peligrosa tensión entre los mismos, mientras que el diálogo (en especial aquel que es honesto y civilizado) produce entre nosotros todo lo contrario: nos acerca, nos enriquece, nos sana, nos libera.