Es bien sabido que detesto con el alma entera y con cada uno de los cuantiosos años que conforman mi conciencia, a la socialdemocracia (o neoliberalismo, como suele llamársele de forma supuestamente despectiva), y una de las múltiples razones por la que lo hago es, curiosamente, por lo antidemocrática que ésta suele resultar en la práctica. Vamos por pasos: el proceso democrático ideal es aquel en el que el ciudadano es capaz de emitir su voto de la manera más libre posible, y dicha libertad incluye el votar ignorando un posible beneficio exclusivamente personal como consecuencia de nuestra elección política. ¿Ejemplo? Si mi compadre es un político de baja calidad, pero éste me nombrará Secretario de Gobernación si gana el puesto que está peleando en las urnas, en teoría, mi capacidad de decisión estará considerablemente contaminada por semejantes circunstancias, ya que, aun sabiendo que el adversario de mi gallo es un mucho mejor político que éste último, es posible que un servidor se incline por el corrupto de su compadre con la esperanza de obtener el puesto en cuestión en caso de su eventual victoria. Este tipo de circunstancias contaminan el proceso democrático, lo corrompen (literalmente hablando); pero la democracia es fuerte, así como altamente capaz de tolerar ciertos niveles de toxicidad interna sin que sufra consecuencias importantes. Lo anterior es particularmente inofensivo dentro de un esquema de gobierno limitado o minárquico, en el que la burocracia está invariable y fuertemente disminuida en cantidad de personal humano y en todo sentido, por lo que el “voto contaminado” que expliqué con anterioridad suele tener un efecto dentro de ella relativamente débil, casi insignificante. Sin embargo, el efecto negativo se agrava peligrosamente cuando se instituye un nutrido estado de bienestar, como sucede de manera invariable dentro del neoliberalismo o la socialdemocracia. Cuando el gobierno deja de actuar como una especie de árbitro social y se convierte en el “generoso” padre dadivoso de todos sus ciudadanos, se corre el inminente riesgo de que los políticos conviertan a la mayor cantidad posible de ciudadanos en sus “compadres”. ¿Me explico? El candidato A ofrece dádivas económicas de 100 pesos al 60% de la población; el candidato B, de 150 para el 70% (y así sucesivamente con el C y hasta con el Z). Y de este modo, la socialdemocracia se desvirtúa en una lucha sin cuartel por comprar votos del electorado de manera sistémica e indiscriminada aunque, claro, de manera “legal” e institucionalizada, por medio de campañas electorales demagógicas que prometen irresponsablemente la luna y las estrellas al ciudadano del presente (al fin y al cabo que los imbéciles ciudadanos del mañana pagarán por los platos rotos, ¡no nosotros!)
Como triste ejemplo de ello, ahí tienen a nuestro presidente actual: amo radical y absoluto del clientelismo radical socialistoide-siglo-veintiunesco.
Sí, sí… Ya sé que no es lo mismo el neoliberalismo que el socialismo del siglo 21, pero hay que aceptar que se parecen bastante en relación, por supuesto, con sus fallidos y utópicos ideales de crear un inconmensurable estado de bienestar, supuesto solucionador de todos los males habidos y por haber, y mismo que suele convertirse en una letal herramienta para incentivar a los ciudadanos que no producen (por medio de dádivas gratuitas hacia ellos) y castigar severamente a los que sí lo hacen (por medio de una asfixiante presión fiscal en su contra). Pésimo negocio, ¿no lo crees?
Así que llámenme cursi, conservador, o prensista-fifitesco, pero a mí me sigue pareciendo imposible el considerar superior la nauseabunda idea de regalar pescado en contraposición a aquella antipática y poco popular máxima de que es mucho mejor que enseñemos a pescar.