Hay un lugar quimérico, paradisíaco, dentro de los confines de nuestro amado México; un moderno y maravilloso oasis, en el que no es necesario trabajar jamás en toda la vida y en el que, sin embargo, se come enteramente gratis, e incluso también se recibe, en caso de que así lo deseemos o necesitemos, educación, tratamiento médico ¡y hasta entretenimiento de excelente calidad sin costo alguno!
Ese lugar, mis queridos ilusos, es nada menos que la cárcel.
Pues resulta que la libertad tiene un costo, y un costo terriblemente elevado. Pero sepan que al afirmar lo anterior no sólo hablo de México y/o de cualquier otra sociedad humana, sino realmente de la vida y del universo así, en general; pues el ser libres implica, lógica e inevitablemente, la capacidad personal de decidir; y esa tan atractiva capacidad de decidir implica, lógica e inevitablemente, el hacernos responsables de nuestras propias decisiones (por buenas, malas, inteligentes o estúpidas que éstas sean).
Me pondré ahora, para variar, un tanto culto (o metafísico, como quieran verlo) y citaré (aunque no de manera textual) un fragmento del corazón de una de las más grandes obras de la literatura universal: Un salvaje empecinado (obedeciendo, por supuesto, el consejo de ese amigo que todos tenemos, que suele invitarnos a que nos lancemos de un puente pero que lo hace con tal simpatía que sencillamente no nos animamos a decirle que no), libera de Egipto a un sustancioso enjambre de pelados, y éstos se lo “agradecen” intentando asesinarlo, pues al ser libres, estos imbéciles comienzan a extrañar la mano de sus antiguos amos, misma que, por supuesto, los castigaba frecuente e incluso severa e injustamente, pero también los alimentaba, como las abnegadas y serviles mascotitas que eran.
¡Diablos, jovencita! ¡¿Entiende lo que acabo de escribir?! ¿A poco no está la historia como para sacar a flote al esquizofrénico que vive en lo profundo de nuestro ser?, (pues ante ella, al menos un servidor, les confiesa lastimosamente que ya no sabe si derramar lágrimas o carcajadas).
Estimados lectores: me temo que, para nosotros los pobres, sólo hay de a dos moles: creernos el cuentucho rancio del presidente López Obrador de que él tiene la obligación de darnos de comer (así de plano, como si fuéramos sus mascotas o sus esclavos), o el de asumir el gigantesco riesgo de ser libres y, por ende, el de asumirnos como seres responsables de alimentarnos a nosotros mismos.
Y la verdad es que se dice fácil eso de que es mejor morir de pie que vivir de rodillas, pero del dicho al hecho, me cae que hay mucho trecho. ¿A poco no? Digo, si no me crees, hazte a ti mismo la pregunta mágica: ¿tú qué prefieres? ¿La cárcel (con su respectiva garantía de que jamás tendrás que trabajar y que, aun así, nunca te hará falta techo y comida) o la calle (con su brutal, cruel y respectiva incertidumbre de que, si no trabajas, te mueres de hambre, ¡LITERALMENTE HABLANDO!)? ¡Jijos! La mera verdad es que, cuando ya me la planteo así de directa, me temo que hasta al cínico de mí se le antoja ya de menos ingresar al infame grupo de los indecisos (¿pues a quién le dan pan que llore?) Y, sin embargo, la ciencia ahí está, recordándome dolorosamente la trágica e ineludible realidad: desde una perspectiva dura, netamente empírica (o sea, econométrica), ¿cuál de los dos grupos crees que es el más productivo y, consecuentemente, el más rico de ellos? Sí, sí, me temo que adivinaste: según el Fraser Institute de Canadá, las sociedades que tienen la admirable valentía de elegir la incertidumbre de la calle en vez de la seguridad de la cárcel, son casi 9 veces más ricas que aquellas que prefieren auto percibirse como las fieles, obedientes e indefensas mascotitas de su poderoso amo (mejor conocido por los chicos malos como papá gobierno).
¿Entonces? ¿Qué onda contigo? ¿Eres chico de la calle, o fifí de jaulita de oro?