El poder como servicio es indeseable. Nunca faltan personas abnegadas que se desviven al servicio de los demás. Pero sus beneficiarios pueden ser desconsiderados, creerse dignos de atención infinita. No tener límites para pedir, cuando descubren que les hacen caso. Pueden esclavizar al que les sirve desinteresadamente. Los padres de familia, maestros, médicos, religiosos, pueden ser explotados vilmente por sus hijos, pupilos, pacientes, feligreses, si se abandonan al deseo de servir.
Cuando aceptar el poder es sacrificarse de verdad, los elegibles corren a esconderse, como sucede en alcaldías paupérrimas. En algunas, hay la costumbre mañosa de no faltar a la asamblea de elección, porque se nombra alcalde al que no asiste. Si, por alguna afortunada anomalía, alguien tiene ambiciones de poder (cuando el poder no es más que servicio), hay que aplaudirlo, festejarlo y entregarle el poder rápidamente, antes de que se arrepienta.
El poder como saber profesional aparece tardíamente. Los guerreros empleaban a los letrados que, estando cerca del poder, llegaron a creerse capaces de gobernar. Confucio y Platón soñaron un Estado racional, dirigido por sabios como ellos. Pero la racionalidad política no es tecnocrática, sino democrática: una conversación entre conciudadanos que deliberan públicamente y finalmente toman una decisión razonada.
Los especialistas deben ser escuchados, pero no mandar. En la práctica, los tecnócratas no son Platones ni Confucios. Ni siquiera son los técnicos más conocedores, sino los más políticos. Son especialmente hábiles para ocultar la realidad bajo razonamientos y estadísticas que les dan la razón. Su especialidad no es la administración del ramo equis, sino la administración de la verdad sobre el ramo equis.
Tener poder es tener razón. Lo que parece que está mal está bien; y, si algo sale mal, es por causas incontrolables o por culpa de administraciones anteriores (a las que no llaman a cuentas). Eso sí: celebran ruidosamente el futuro de las sabias medidas que están tomando para superar los desastres de las sabias medidas anteriores.
El poder como negocio es una tradición lamentable. Pero las denuncias, noticias y escándalos destacan el modus operandi y lucro del abusivo, subestimando lo esencial, que es la mentira.
La tecnocracia y el poder como negocio dependen de la buena administración de la verdad. Muchas realidades del poder se mantienen secretas. La demagogia encubre lo que no se quiere publicar.
Esta doblez daña también al que la impone. En La paz perpetua, Kant dice que el poder atrofia la razón. Lord Acton dijo algo parecido en una carta: El poder tiende a corromper, y el poder absoluto corrompe absolutamente.
¿De dónde surge la tendencia corruptora del poder? De la doble personalidad. La corrupción sólo puede existir cuando alguien está investido de una representación que lo convierte en otro: una personalidad simbólica, que no necesariamente coincide con sus propios intereses, gustos, deseos, opiniones. El poder empuja al exceso, el crimen, la locura, porque lleva a la confusión de identidades.
Lo que Max Weber llamó patrimonialismo (la indistinción entre el erario y el bolsillo de los hombres de Estado) es sólo una de las confusiones posibles. Antes de ser rapiña, irresponsabilidad, injusticia, la corrupción es una impostura. Puede ser mañosa. Puede ser cómica. También puede ser trágica, como en El gesticulador de Rodolfo Usigli: la otra personalidad se apodera del poseso y lo arrastra a creerse lo que no es.
La corrupción degrada a los que abusan del poder por el abuso mismo, más que por los beneficios que reciben. Los degrada incluso cuando no se benefician, cuando abusan para salvar el país o la fe, que así destruyen.
Solón estableció el derecho de llamar a cuentas a las autoridades: algo bueno para ayudarles a conservar el sentido de la realidad. Montesquieu propuso la división de poderes. Kant, la transparencia del poder. Todos estos principios dicen lo mismo: No te aloques, no eres Dios. Te respetamos como persona y respetamos tu investidura, pero te vamos a ayudar a que no te creas lo que no eres.
En los viejos tiempos del PRI, la omnipotencia presidencial y el servilismo llegaron a extremos cómicos. El presidente era el Creador de todas las cosas y el Verbo Encarnado que las definía en sus propios términos, como en aquel certero chiste. Pregunta a un ayudante obsequioso:
-¿Qué horas son?
-¡Las que usted diga!, Señor Presidente.