Consumir es un acto individual, pero la basura que producimos al consumir no lo es. A nivel individual y del Estado, lo que nos ocupa es el consumo, pero estamos a punto de ahogarnos en los desechos que producimos y el manejo de la basura es un problema ya casi tan importante como el consumo que la produce. El problema económico no es sólo de corto plazo, es decir, presupuestal. Es económico, de largo plazo, por el agotamiento de los recursos del planeta.
La basura es un problema económico complejo. A los economistas les tomó mucho tiempo llegar a la noción de “mal”. La noción básica de la economía es la de “bien”, algo que consumimos y que “es bueno, nos hace bien” al hacerlo. El “mal” es algo que perjudica nuestro bienestar (aunque no lo consumamos).
Para acceder a un bien tenemos que pagar por él, tiene un precio. Un mal debería de tener lo contrario a un precio, es decir, un impuesto, una penalidad. Pero hay un problema para hacerlo: sí sabemos en dónde inicia el consumo, pero no en dónde tiramos la basura. Es fácil ponerle impuesto al bien, allí donde lo compramos, pero no sabemos dónde tiramos la basura para gravarla allí con un impuesto.
Algunos bienes que tienen efectos nocivos sobre terceros al consumirse, como el alcohol, la gasolina y el tabaco, son gravados con impuestos especiales (como el IEPS en México), que son muy eficientes para financiar la remediación del daño que producen. Pero todos los bienes que consumimos se convierten en basura y ponerle un impuesto especial a todos sería tremendamente impopular, porque somos asimétricos: nos gusta consumir porque nos da placer, pero manejar la basura nos produce molestias.
Si tuviéramos que pagar por consumir y nos pagaran por eliminar la basura las cosas serían distintas. Lo anterior suena como una solución extrema, pero quizá estemos en este punto del problema de la basura en muchas partes del mundo.
En 1950 producíamos cuatro mil millones de toneladas de plástico al año en el mundo, hoy producimos 600 mil millones al año, una parte de las cuales acaba en los océanos, impactando de manera dramática en la sustentabilidad del ecosistema global. Para la economía contamos el precio del bien y contamos el valor de los servicios de recolección, disposición de la basura y su eliminación.
Pero al procesar los desechos de los bienes que consumimos, producimos un mal. Muchos de hecho: cancerígenos, que pululan en el aire al incinerar la basura; los lixiviados, producidos por su confinamiento, contaminan los mantos freáticos y envenenan la cada vez más escasa agua; el metano y otros gases, resultantes de la descomposición de residuos orgánicos, contribuyen a la erosión de la capa de ozono. El precio por el bien lo paga quien lo consume, ¿pero quién paga el impuesto por el mal producido por el desecho?
A mi querido Fernando Menéndez le escuché por primera vez el siguiente dictum: cualquier proceso de eliminación de residuos produce a su vez residuos que ya no pueden ser eliminados. Esto que parecería evidente, tiene una implicación dramática. No importa cuánto paguemos por reciclar, aunque logremos gravar muy eficientemente la basura: no podremos eliminarla nunca por completo. Es una especie de entropía económica y ambiental: los recursos naturales, una vez industrializados, no volverán nunca a su estado original.
El plástico es el contenedor más barato, y una de las consecuencias del desplome de los precios del gas de los últimos veinte años ha sido que el plástico se ha hecho muchísimo más barato, es casi un subproducto de muchos procesos. Si bien el mundo en general ha hecho enormes esfuerzos por reciclar, el uso de plástico ha crecido a múltiplos del monto reciclado, es una batalla perdida a menos que prohibamos el plástico o logremos ponerle un impuesto agresivo para inhibir su uso y fabricación.
Tecnológicamente se ha avanzado muchísimo en procesos para el tratamiento de los desechos, existen muchas opciones en el mercado y las empresas que se dedican a ellos son de talla considerable. Pagar por desaparecer la basura puede ayudarnos a resolver el problema, pero es una solución sub-óptima. Quienes pagan por eliminar la basura son los gobiernos, con los impuestos de todos: nada garantiza que los que más basura producen sean los que más impuestos pagan.