El político de tus sueños se parece mucho al médico idóneo: es aquel que desea de todo corazón no trabajar jamás y que sólo lo hace cuando ya de plano no le queda de otra. Un árbitro de futbol sería otro excelente ejemplo: si éste sueña con pitar el penal del siglo, entonces no sirve. Su sueño más profundo debe ser el de pasar desapercibido a lo largo de todo el partido, pues esto significa que hubo fair play, del mismo modo que la ausencia del médico en nuestras vidas implica que gozamos de buena salud. ¿A qué me refiero precisamente? A que el Estado (y, por ende, los políticos) es, al igual que una funeraria, una institución emergente, esto es, que los empleados que la conforman digamos que son poseedores de una profesión que debe ser utilizada solamente en caso de urgencia. En pocas palabras, el bombero que sueña con grandes fuegos, no es bombero, es pirómano.
El ideal utópico en términos políticos y económicos de la humanidad no es exactamente el comunismo, como lo planteaba Marx, pero sí algo relativamente semejante: el anarcocapitalismo. El anarcocapitalismo sueña con una sociedad tan libre que es capaz de auto aplicarse voluntariamente y en todo momento aquel legendario principio propuesto por el economista John Stuart Mill: “Puedes sacudir el puño todo lo que se te dé la gana, siempre y cuando no me lo estrelles en la cara”. Pues tiene sentido, ¿no? Una sociedad conformada por individuos tan responsables de sí mismos y tan respetuosos de los inalienables derechos de su prójimo (en pocas palabras, una sociedad tan libre) que el Estado (y su aplastante poder coercitivo) simplemente se torne en una herramienta social enteramente caduca e innecesaria. Y pues es que una muy similar utopía es aquella con la que debe soñar todo buen soldado, ¿no lo creen?: un mundo tan pacífico, respetuoso y civilizado, que torne sus letales y destructivos servicios en un oficio enteramente obsoleto e inútil.
Y así como la manguera es el arma del bombero, el poder es el arma del político. Y así como el buen bombero sueña invariablemente con nunca tener que usar su manguera (¡sin albur, carambas! ¡¿Qué no ven que estoy tratando de hablar en serio?!), un buen político debe soñar invariablemente con nunca tener que utilizar la avasalladora fuerza de uno o varios de sus tres majestuosos poderes republicanos.
Algo parecido sucede con una buena constitución republicana (y los códigos penales que de ésta se derivan): de forma invariable, ésta es un documento sumamente cauteloso al momento de proponer la utilización de la fuerza coercitiva del Estado. En pocas palabras, una buena constitución es sumamente escrupulosa al momento de decidir a quiénes nos lleva al bote y a quiénes no. ¿Y a quién debe encarcelar una buena constitución? Pues a la menor cantidad de gente posible o, más bien dicho, debe encarcelar casi tan sólo a aquellos que atenten contra tu vida, tu libertad y tu propiedad privada. ¡A los demás dales chance de hacer de su vida un papalote, por más idiotas, viciosos o parásitos que, desde una perspectiva objetiva, te resulten a ti y al resto de la sociedad a la que pertenecen! ¿Que hay alguien que te robó el celular? ¡Bote! ¿Que hay alguien que no quiere trabajar? ¡Pues que no trabaje! ¿Que hay alguien que quiere trabajar mucho y ganar mucho? ¡Pues que trabaje mucho y gane mucho! ¿Que hay alguien que quiere vender alguna tarugada a precios exorbitantes? ¡Pues que lo haga! (digo, de ahí a que alguien se la compre es otra historia, por supuesto). ¿Que alguien quiere pagarle poquito a sus empleados? ¡Que les pague poquito! (digo, de ahí a que alguien quiera trabajar para semejante tacaño es otra historia, por supuesto). ¿Que hay por ahí algún vicioso que quiere destruirse a sí mismo en pro de una serie de placeres inmediatos? Pues con la pena, pero que se autodestruya, que el combatir sus vicios es responsabilidad primeramente suya y después de la sociedad que lo rodea, ¡pero no de su gobierno! ¿O qué piensas hacer al respecto? ¿Encarcelar a todo aquel imputado del crimen de suicidio para darles así la lección de su “vida”?
Así que cuando te toque ir a las urnas, te sugiero que votes por aquel político que no quiera el poder, y no por aquel que rabiosamente lo desee.
-¡Pero es que no entiendes: yo sólo quiero que me tornes súper poderoso con tu voto para poder ayudarte a resolver todos tus problemas!- ¡Aguas con esos, que son los más peligrosos! Éstos últimos son aquellos despreciables seres que están tan patológicamente sedientos de poder, que son capaces de ofrecerte inescrupulosamente el cielo y las estrellas (e incluso cumplirte tan estúpidas promesas) con tal de que les des tu voto, justo como si fueran un malvado genio de la lámpara, rogándote de forma pusilánime para que los “liberes” y puedan gozar así de una potencia prácticamente ilimitada que te garantizo que, tarde o temprano, terminarán utilizando en tu contra.