El momento actual me recuerda lo ocurrido entre las dos guerras mundiales del siglo pasado. Muchos pensaban que el liberalismo, como ideología dominante en los países occidentales, estaba muriéndose. En su lugar, florecerían alternativas ideológicas como el fascismo y el comunismo. El mundo estaba dejando atrás el individualismo en pos de nuevas formas colectivistas. El ser humano crecería no por su esfuerzo individual sino por el sacrificio a favor de su nación o clase social. Ser un buen alemán o un buen proletario, por ejemplo.
El liberalismo, sin embargo, no feneció. Por el contrario, tuvo una fascinante capacidad de transformarse y fortalecerse. Las ideologías colectivistas, en cambio, fueron derrotadas. El fascismo-nacionalismo, en la Segunda Guerra Mundial. El comunismo, en la Guerra Fría. Una vez caído el Muro de Berlín, se declaró el “fin de la historia”. A partir de ahora, no habría otro juego más que el liberal, o “neoliberal” como algunos lo bautizaron. Libre mercado en lo económico y democracia respetuosa de los derechos humanos en lo político.
La efervescencia liberal duró poco. Muchos países, donde nunca había echado raíces el liberalismo, regresaron a sus viejas prácticas. Destacadísimo caso el ruso donde rápidamente retornaron el estatismo en la economía y el autoritarismo zarista en lo político.
En 1997, Fareed Zakaria acuñó el término de “democracias iliberales” para definir lo que estaba ocurriendo. Gobiernos que habían llegado al poder por la vía de las urnas, con legitimidad democrática, pero con la intención de centralizar el poder y limitar las libertades políticas y económicas. Ejemplos de dichos países son Rusia con Putin, Hungría con Orbán, Venezuela con Chávez, Turquía con Erdogan, Nicaragua con Ortega y Polonia con Morawiecki.
La grave crisis del capitalismo de 2008 generó una desilusión con el liberalismo en las democracias europeas y americanas más añejas. Surgieron movimientos sociales proponiendo viejas y nuevas formas colectivistas. Así estamos el día de hoy en que el liberalismo, o su forma contemporánea conocida como “neoliberalismo”, se encuentra nuevamente amenazada. También –no podía ser diferente– en México. López Obrador encarna este movimiento que pretende centralizar el poder y estatizar la economía. Es lo que los mexicanos conocen mejor: es el modelo priista del siglo pasado.
“Declaramos formalmente desde Palacio Nacional el fin de la política neoliberal, aparejada esa política o modelo neoliberal con su política económica, de pillaje, antipopular y entreguista. Quedan abolidas las dos cosas: el modelo neoliberal y su política económica de pillaje, antipopular y entreguista”, dijo el Presidente la semana pasada. El mismo reconoció que no había una alternativa post-neoliberal clara, pero ofreció algunos lineamientos: honradez, honestidad, austeridad republicana, crecimiento económico con redistribución de la riqueza, el Estado con la función principal de conseguir la felicidad del pueblo, prioridad a los pobres, no dejar a nadie atrás, la paz como fruto de la justicia, no intervención en los asuntos extranjeros, no más migración por hambre o violencia, democracias representativa y directa, ética, libertad y confianza.
¿Quién, en sus cinco sentidos, puede estar en contra de estos lineamientos? Si ése es el nuevo modelo post-neoliberal, yo me apunto. Pero, seamos serios. Una cosa es la retórica presidencial y otra la realidad de lo que está haciendo AMLO: centralizar el poder político en la Presidencia para luego limitar las libertades políticas y económicas. Ése, creo, es el proyecto. Le disgusta el “neoliberalismo” que ve como una imposición extranjera. Él quiere un modelo nacionalista con una mayor intervención del Estado en la economía, es decir, regresar a las épocas gloriosas del PRI del siglo XX. El problema es que dichas glorias no fueron ni tan brillantes ni tan duraderas. Lo que sí padecimos fue un régimen autoritario y corporativo que no tenía nada de democrático ni de liberal.
En la retórica, AMLO puede declarar abolido el modelo neoliberal. En la práctica, sin embargo, el resultado será diferente: el liberalismo prevalecerá porque siempre habrá gente dispuesta a luchar por las libertades políticas y económicas. Como en el periodo de entre guerras, esta ideología está pasando por un momento crítico que le servirá para corregirse y reinventarse. Regresará con vigor cuando vuelvan a fracasar las alternativas colectivistas como las que quiere nuestro Presidente.
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