Araíz del reciente desabasto de gasolina en el que se argumentó una batalla contra el robo de combustible, se generó en algunos países la imagen de que México estaba enfrentando -al fin- una cruzada contra un mal que no es endémico pero sí cultural (léase «social»): la corrupción ha sido desde hace décadas un modus operandi, una forma de solventar asuntos cotidianos y extraordinarios. El nuevo régimen ha desaprovechado el impulso de ciertos asuntos para abonarlos a su estrategia (si es que tiene una) contra la corrupción.
Me refiero a dos: el tema del huachicol, en el que lejos de consignar a culpables parece que los exonera o negocia castigos mínimos (como el caso de «El Cachetes», señalado como capo de ordeña en Puebla) y el NAIM, que bien se pudo haber convertido en un símbolo nacional anticorrupción al continuar la obra, hacer auditorías y (de encontrar ilegalidades, como se ha dicho que las hay) llevar a los culpables de corrupción ante la justicia. Imagínense a AMLO inaugurando el moderno y funcional aeropuerto en Texcoco mientras devela una placa: «Hecho por los mexicanos en su lucha contra la corrupción» u «Obra libre de corrupción».
Al nuevo gobierno le ha faltado congruencia para que su dicho tenga correspondencia en las acciones. Parece que, lejos de tener la convicción de acabar con simulaciones, sigue la misma obra de teatro con nuevos actores: en México la ley es negociable (esta negociación es caldo de cultivo para la corrupción y la impunidad). Nunca será suficiente repetir que el idealismo del Presidente raya en ingenuidad cuando apela en tono litúrgico «todos a portarnos bien», porque su honestidad no alcanzará para provocar el cambio social que aspira y al que también aspiramos muchos mexicanos.
La batalla contra la corrupción tiene un flanco definitivo: la forma en cómo percibimos y nos relacionamos con la ley. ¿Dónde hemos aprendido a ver cómo un policía arresta a un ciudadano que cometió una falta?, lo hemos asimilado en el cine o en la televisión, usualmente en producciones norteamericanas. O ustedes díganme ¿cuándo fue la última vez que vieron a un policía mexicano ponerle las esposas a un infractor? Es, tristemente, muy raro ver en México actos donde la ley se impone.
Acabo de ver un video (esos que circulamos con morbo en las redes sociales) filmado en lo que parece un aeropuerto extranjero. Hay un joven con actitud errática, como si experimentara un malestar o estuviera bajo la influencia de una droga. Se le aproxima personal uniformado (no un policía) y de pronto, ante la mirada atónita de propios y extraños, el joven comienza a orinar sobre la alfombra. Enseguida aparece un policía y lo somete usando la fuerza necesaria. El infractor termina boca abajo y esposado. Esto en México sería catalogado como represión. El mismo Presidente repite ad nauseam «todo por la razón, nada por la fuerza», su visión parece dejar de lado que el Estado tiene la obligación y el derecho de usar la fuerza legítima para hacer cumplir la ley. Bajo este criterio, la futura Guardia Nacional habría esperado que el joven aludido concluyera su interminable micción pública para luego convencerlo de que eso no es portarse bien.
Somos deficitarios en símbolos mexicanos donde impera la ley. Sin ellos no habrá un «contagio» para inducir un cambio de conducta. Es aplaudible y digno de difundirse lo ocurrido hace unos días en Los Cabos, donde la autoridad local y estatal, por iniciativa de la Sectur, detuvieron un desarrollo turístico que flagrantemente incumplía la normatividad urbanística de la zona, ilegalidad posible gracias a gestiones dudosas (es decir corrupción) que tendrían como consecuencia la masificación urbana y el consiguiente deterioro para el destino turístico (como sucedió en Acapulco). Ojalá las conferencias de prensa presidenciales sirvieran para que anunciara cada día un evento donde se impuso la ley, pero no la del «me canso ganso», sino la de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos. Mientras en México la justicia y la ley se vivan de forma esporádica y no cotidiana, mientras se tenga miedo a usar la fuerza legítima del Estado, será imposible reducir la corrupción y la ilegalidad.
Entusiasma y asusta que esto nada más lo tiene que entender una persona. ¿Quién se lo puede explicar?
@eduardo_caccia