La embestida del gobierno de López Obrador contra Guillermo García Alcocer, titular de la Comisión Reguladora de Energía, recuerda mucho la del gobierno de Peña Nieto contra Ricardo Anaya. Con dos pequeñas diferencias: Anaya, como candidato presidencial, disponía de un arsenal de defensa mayor al de García Alcocer, pero lo que estaba en juego también era muy superior: la presidencia de la República.
La semejanza de ambos casos es evidente. El Estado escoge a un adversario, por una razón u otra; utiliza todos su recursos para buscar posibles infracciones a la ley (de cualquier índole: fiscal, lavado de dinero, conflicto de interés); enuncia sus acusaciones en público, con la mayor difusión posible; una vez herida la presa, y obtenido el resultado esperado, se archiva/olvida/esfuma el expediente.
Se trata de la utilización del Estado para fines políticos de un gobierno. Van de por medio PGR (antes), SAT, Función Pública, Unidad de Inteligencia Financiera, y desde luego, los medios de comunicación estatales o afines al régimen. Es el más puro estilo priista de años anteriores, reproducido por Peña Nieto y ahora por López Obrador. No debe extrañar que el presidente actual no haya considerado que su predecesor intervino en el proceso electoral al atacar a Anaya. Hoy hace lo mismo con García Alcocer, y mantiene una innegable congruencia: no cree que la utilización del Estado para fines políticos sea indebida, a menos de que sea en contra suya.
La diferencia es que, si con Anaya el gobierno priista supuso, con razón, que nadie salvo sus adeptos lo defenderían, en el caso actual uno podría esperar que poco a poco entraran en juego defensas gremiales, políticas, institucionales y de simple decencia. Por desgracia, no es del todo el caso. A juzgar por las reacciones que ya se han dado (o más bien, no dado) en casos anteriores –por ejemplo, los ataques de Grupo Salinas contra Alejandra Palacios de la Cofece– el espíritu de cuerpo brilla por su ausencia.
He allí el meollo del problema. En los medios, en los entes autónomos, en las universidades, en ciertos círculos profesionales o de antiguos funcionarios, desde luego en las organizaciones no gubernamentales (ONG) o de la sociedad civil (OSC), se ha producido una reacción ambigua, aún tibia o atemorizada, ante los embates de la 4T. La comentocracia en general ha respondido bien a los ataques a terceros, aunque no necesariamente contra la ofensiva de anunciantes y medios contra ella misma. Pero hasta allí.
Los exfuncionarios no han recibido el respaldo de otros exservidores públicos. Los ‘autónomos’ atacados no han sido objeto de defensa por parte de otros reguladores, consejeros, vicepresidentes o vicegobernadores. Las ONG que ya no van a obtener fondos públicos difícilmente obtienen el apoyo de las que sí, o del gremio como tal. Los medios fifí no son defendidos por los no-fifí o por los consorcios de mayores dimensiones y recursos.
No se trata del síndrome de Brecht o del rey de Dinamarca, pero hay algo preocupante en este tipo de respuestas. Lo más grave es que se convierten en un gran aliciente para que la 4T siga adelante con su ofensiva. Si García Alcocer cae, se irán contra otros. Si los medios ceden al argumento del 53 por ciento o los 30 millones de votos, vendrá después la tesis del 80 por ciento de aprobación. Si la sociedad civil y los ‘expertos’ no merecen ser tomados en cuenta, pronto seguirán los partidos de oposición, por ejemplo a la luz del resultado de la Guardia Nacional.
Los poderes fácticos no van a actuar por ahora. La nueva sumisión de los empresarios –atestiguada anteayer en el Salón Tesorería– advierte que de allí no nacerá la resistencia. La vieja clase política se encuentra desacreditada y dividida. La Iglesia no peleará ni por lo suyo o los suyos. No queda más que confiar en un funcionariado, una intelectualidad, y un activismo de la sociedad civil que cometieron el error o bien de apoyar a AMLO en julio pasado, o bien de pensar después que no era para tanto. Sí es.