Si viviéramos en un país serio, lo que hizo Andrés Manuel López Obrador hace unos días, en compañía de Manuel Bartlett, director de la CFE, sería duramente criticado por todos los sectores de la sociedad mexicana. Acompañó a Bartlett durante una presentación que no se había visto nunca en México, y que probablemente no se vería en ningún otro país democrático del mundo. Me refiero a la estigmatización que hizo un alto funcionario gubernamental de casi una decena de anteriores servidores públicos, de los últimos 30 años, por cumplir con la ley y ganarse la vida después de haber dejado el gobierno.
Algunos de ellos son queridos amigos míos, a otros no los conozco y a algunos les tengo escaso afecto o respeto. No importa la personalidad de ninguno de ellos, ni siquiera el cargo que hayan ostentado durante su paso por la función pública. Existen leyes en México, buenas, malas o regulares. Mientras imperen, y alguien cumpla con ellas, no puede ser estigmatizado frente al presidente de la República, porque desde el momento en que sucede, es el presidente quien lleva a cabo la infamia. El colaborador, incluso alguien acostumbrado a la política de tumba y quema como Bartlett, desaparece en presencia del presidente. Esa presencia avala todo lo que dijo su colaborador.
La ley de México establece claramente que los funcionarios deben abstenerse, durante un año, de ser contratados para cualquier empleo en un sector en el ámbito de la función que ocuparon. Si alguien fue secretario de Turismo, no puede ser director de una cadena hotelera; si alguien fue secretario de Hacienda, no puede ser director de un banco (aunque, al menos parece, que algunos sí han violado esa disposición); si alguien fue secretario de Comunicaciones, no puede ser director de una telefónica, y así sucesivamente. Se escogió el periodo de un año por considerar que fuera a la vez lo suficientemente largo para cercenar cualquier vínculo de complicidad, y al mismo tiempo suficientemente breve para que el funcionario no tuviera que pagar un costo excesivo por haber sido… justamente funcionario.
López Obrador puede considerar que la ley existente no sirve. Para eso tiene mayoría en ambas cámaras; puede perfectamente mandar al Congreso una iniciativa de ley extendiendo el ‘periodo de veda’ a tres, cinco o hasta 10 años si así lo desea. Los diputados y senadores de Morena lo votarán sin la menor duda. Luego se verá si eso, junto con otras muchas medidas, desalienta de manera cada vez más pronunciada el reclutamiento por el sector público de la gente más talentosa o bien preparada en México para puestos técnicos que no pueden prescindir de una determinada pericia. Pero en todo caso, esas serían consecuencias a largo plazo.
El presidente no puede estigmatizar a personas que han cumplido con la ley y considerarlos inmorales porque piensa que la ley que les permite hacer lo que hicieron es inmoral. Sabemos desde hace mucho tiempo, gracias a múltiples encuestas, que una mayoría de los mexicanos considera que si las leyes no son justas –podríamos sustituir la palabra inmorales– no deben ser respetadas. López Obrador no sólo pertenece a esa mayoría, sino que apela a ella, a sus peores sentimientos, resentimientos, y a su profunda ignorancia de cómo funciona un Estado de derecho.
En un país gobernado por el imperio de la ley, las leyes se respetan porque son leyes. Si son injustas o inmorales, deben ser cambiadas. Si no existen condiciones para cambiarlas, porque se ha caído en un régimen autoritario, se deben de buscar otras formas de cambiar, ya no la ley, sino el régimen autoritario. No es el caso en México ni hoy, ni cuando la ley actual fue aprobada. Es increíble, no sólo que López Obrador haya hecho eso, sino que tantos sectores de la sociedad mexicana lo acepten sin chistar.
Muchas personas han dicho, en México y en el extranjero, que, frente al tsunami, ya no electoral sino legislativo, retórico y hasta cierto punto práctico de López Obrador en el gobierno, los sectores en México que pudieran oponerse a él no están haciendo su chamba. Creo que pocas ocasiones demuestran este hecho lamentable como el de la estigmatización de los nuevos funcionarios a los que nos hemos referido. Si el empresariado, la intelectualidad, la Iglesia, los gobiernos de países amigos, y distintos sectores de la clase política mexicana no morenista no alzan la voz, les tocará a ellos después. Los empresarios creen que con permanecer callados la van a librar; buena parte de la comentocracia y de los medios masivos de comunicación, también. La Iglesia ni se diga. Y la clase política brilla por su ausencia en este debate. Sólo acuérdense, a todos les va a tocar, si cuando les toca a unos nadie alza la voz. Suerte.