Para el latoso de Pepe.
Les tengo una buena noticia y una mala: la buena es que tengo un lector. ¡En serio! Conozco EN PERSONA a alguien que lee esta columna. ¿La mala? ¡Que no le gusta! Y, por si fuera poco, el jueves pasado que tuvo el descaro de hacérmelo saber, sencillamente no tuve argumentos para contradecir sus puntuales críticas; eso me pasa, pensé, por andarme metiendo en camisa de once varas, abordando temas que no domino al cien por ciento, como lo hice la semana pasada. ¿Y qué tipo de pecado fue el que cometí dentro de mi último artículo? El pecado de omisión. En resumidas cuentas, mi fiel lector me señala muy acertadamente que omití señalar que la actual y maravillosa tendencia en el mundo (y de la cuál Tijuana no es la excepción) en los empresarios y arquitectos de continuar luchando por enriquecer el paisaje aéreo por medio de gigantescos y mucho más que funcionales edificios habitacionales (mismos que continúan proliferando auténticamente como hongos en tiempos de lluvia alrededor del planeta) se debe a un fenómeno tan contemporáneo como interesante, que vale la pena analizar.
Hace apenas unos años, el sueño inmobiliario en el inconsciente colectivo de la humanidad básicamente consistía en mudarse a los pacíficos suburbios, paraísos lejanos a la gran urbe y a sus estrepitosos e inagotables rugidos, proveedores de un constante flujo de estrés y de furia al volante inyectado justo a la médula de nuestro sistema nervioso; y el antídoto para semejante sobredosis de neurosis colectiva (esto es, la jugosa oferta para satisfacer las respectivas necesidades de tan nutrido grupo de consumidores), apareció en el firmamento del mercado de los bienes y raíces de la noche a la mañana.
Pero esos tiempos ya fueron.
El ser humano de la segunda década del siglo XXI, poseedor de una novedosa y productiva equidad de género y de oportunidades como nunca antes se había visto en toda la historia de la humanidad, comienza a mostrar, en gran parte debido a aquellas, una creciente nostalgia por el dinamismo cosmopolita, tanto laboral como social, y, como consecuencia de ello, comienza a modificar sus sueños en materia inmobiliaria: ahora sus deseos comienzan a girar en torno ya no de trasladarse de las devoradoras ciudades a los suburbios, sino en trasladar a los suburbios al corazón de las grandes ciudades.
Y entonces nacen así las pequeñas “ciudades estado” de la época posmoderna: aquellos nuevos y majestuosos edificios departamentales, gracias a los cuáles ya no necesitas salir al tráfico y trasladarte ni siquiera al gimnasio, pues ya lo tienes incluido dentro de tu propio hogar, así como, cada vez en más frecuentes ocasiones, hasta tu propio centro comercial (y ni hablar de las atractivas “murallas” protectoras de estas pequeñas Florencias de la actualidad, conformadas básicamente por un competente equipo de seguridad que nos resguarda las 24 horas del día y que, justo como en tiempos de nuestra lejana infancia, por primera vez en décadas nos permite “abandonar” a nuestros hijos a su suerte, para que bajen al área de juegos a divertirse a sus anchas -claro, con su celular en la bolsa y con la clara advertencia de que si no lo contestan a la primera, arderá Troya con todo y sus infranqueables muros-) y, por si fuera poco, este nuevo estilo de vida, incluso es amigable con el medio ambiente, pues reduce con gran efectividad la excesiva necesidad de tener que trasladarnos de un lado al otro en todo momento.
Vaya que el ser humano es increíble (con la excepción del latoso de mi amigo, por supuesto, cuyas siguientes críticas, por razones obvias, me temo que no sólo me lloverán ahora con el doble de enjundia, sino que aparecerán frente a mis narices justo así, como hongos en tiempos de lluvia).