El camino al infierno está lleno de buenas intenciones, dice aquel proverbio medieval atribuido a San Bernardo de Claraval; y el camino a los “avernos económicos” (y por ende humanitarios) no es la excepción. Hablando de infiernos, todo estudiante de economía ha sido bombardeado con fines didácticos por al menos uno de sus maestros con la misma anécdota: A finales del siglo XVIII, Inglaterra transporta a sus criminales más peligrosos a Australia, territorio que opera a manera de prisión natural debido a sus infranqueables muros acuáticos, pero en el largo trayecto muere por enfermedad así como en cada viaje la mitad de los prisioneros y, por si fuera poco, un enorme porcentaje de los sobrevivientes arriba a destino enfermo de gravedad.
La sociedad, afortunadamente, se escandaliza al respecto, pero ni el aumento de impuestos ni la canalización de mayores recursos y subsidios para aquella causa humanitaria son capaces de mejorar ni siquiera un poco la fatal y vergonzosa estadística de aquel viaje de la muerte, hasta que un economista provee la solución a tan apremiante problema: páguenle a cada barco no por cada prisionero que suba al mismo, sino por cada prisionero que llegue vivo a tierra firme.
¡Santo remedio! La estadística se torna como por arte de magia y de la noche a la mañana en más de un 99% de supervivencia entre la población de presidiarios trasladados y todos ellos, por si fuera poco, encontrándose en un excelente estado de salud a su llegada a Oceanía.
¿Pero cómo fue eso posible? Pues fácil: el economista creó un poderoso incentivo para que los capitanes de las embarcaciones y sus respectivas tripulaciones cuidaran en extremo de la salud y el bienestar de sus pasajeros, so pena de no recibir un quinto en caso de no hacerlo, pues si no actuaban decente y humanitariamente hacia ellos se corría el riesgo de que éstos enfermaran y, si enfermaban, se corría el riesgo de que perdieran la vida, lo que simplemente ya no sería un buen negocio ni para ellos ni para nadie.
Claro que esos cambios implicaron una verdadera catástrofe financiera para los marineros que sufrieron la mala fortuna de pertenecer al 1% de la estadística, al haber sufrido, por ejemplo, el letal ataque de una peste incurable y con él la merma de un desmedido número de sus cautivos (y, consecuentemente, de sus utilidades), pero aquí lo importante es que el problema central se logró mejorar de manera mucho más que considerable.
¿Pero qué si las cosas hubieran ocurrido al revés? ¿Qué si siempre hubiera sido así (que sobreviviera el 99% de los cautivos a causa del pago por su llegada con vida) y entonces, una de esas almas bien intencionadas pero que decoran los senderos infernales por su falta de sentido común hubiera emprendido una cruzada a favor de aquella triste tripulación que se vio colapsada económicamente por un ataque bacteriológico inevitable para las ciencias del momento e, intentando menguar los efectos de esta indiscutible tragedia hubiera legislado “caritativamente” a favor de los pobrecitos marineros, pagándoles por cada prisionero que subiera y no que bajara con vida de la nave?
Bueno, pues naturalmente se evitaría el colapso financiero de ese 1%, ¿pero a qué costo? Pues al costo de un genocidio involuntario contra los seres más vulnerables, como siempre, ya que, lógicamente, eso implicaría la muerte sistemática del 50% de los cautivos por viaje.
¿Esto significa que no debemos hacer nada por ese 1% de los presos y sus respectivos marineros? Claro que no. Debemos hacer algo: al menos una colecta voluntaria para apoyar a sus familias y otra para apoyar el avance de la medicina y así poder evitar eventualmente este tipo de tragedias, pero mi punto es que a veces sale más caro el caldo que las albóndigas, o hace más daño el remedio que la enfermedad o, como bien lo diría el buen San Bernardo: que el camino al infierno está lleno de buenas intenciones.