Quién lo hubiera pensado. Nuestra vida completamente atada a la gasolina. Una industria que en el imaginario social estaba atrasada, fuera de la actualidad del cambio climático, de pronto se convirtió en la única vía económica, política y mediática de explicar a México como país.
De la noche a la mañana nos sumergimos en las entrañas de una parte de nuestra historia de soberanía, pero también de corrupción a gran escala y de absoluta impunidad. Pasamos de condenar a muerte al combustible fósil (en toda la extensión de la palabra) a debatir acaloradamente sobre la pertinencia de los ductos sobre las pipas.
Las imágenes de las filas para cargar gasolina en diferentes estados del país se volvieron las del apocalipsis, en donde el juicio final nos deja a todos sin manera de movernos al supermercado o dejar a los niños en la escuela. Los conatos de bronca o los gritos grabados porque alguien quiso rellenar bidones de más, presentaban una mejor trama que cualquier película reciente sobre el fin del mundo.
Mientras tanto, la información oficial fluía (no siempre a tiempo) sobre el enorme negocio ilegal que fue y es el robo de combustibles. Así, nos enteramos que el mayor porcentaje de este delito no estaba en aquellas comunidades que hicieron de ello su forma de vida por generaciones, sino en las instalaciones de Petróleos Mexicanos; la misma empresa que durante los últimos 20 años, al menos, sabíamos que era mal administrada, tenía un poderoso sindicato que abusaba a diario y, por si fuera poco, que se había quedado rezagada en casi cualquier indicador mundial de competitividad.
El tema no era nuevo. Fox trató de intervenir en este robo en despoblado, aunque después su gobierno se detuvo hasta la tolerancia. El sexenio de Calderón hizo lo propio, aunque en medio de la guerra contra toda forma de crimen los resultados fueron mínimos. Con el gobierno que acaba de salir el problema se dejó crecer bajo la apuesta de que la reforma energética, una de las estelares del sexenio, arreglaría el desperfecto a través de la participación privada.
Fue hace apenas unos meses, que parecen años luz, cuando se criticaba la propuesta de la actual administración de reactivar la maltrecha industria petrolera mexicana. Bueno, resultó que seguimos siendo un país de petróleo –o peor, de gasolina– después de todo.
No obstante algo se salió de lo programado. Politizar el combate al huachicol no lo fue, como tampoco amplificar los inconvenientes de la escasez para enfrentar al ciudadano común con la autoridad para aumentar la intensidad de la crisis.
No. El detalle relevante fue el enorme apoyo de la gente a la medida. La realidad es que ya estábamos hartos del saqueo a Pemex, no nos parece tan inútil mantenerla productiva y, además, deseamos sanciones para los responsables de uno de los hurtos más graves que se han cometido en contra de este país; es decir, en contra de la mayoría de nosotros.