Usted tiene una empresa o es el responsable de una institución. Algún pillo se roba parte o muchos de los recursos. Acto seguido ¿procede a cerrarla y condenarla como “inservible”? Si la empresa o la institución daban buenos resultados ¿no es más razonable meter a la cárcel a los ladrones y reforzar los mecanismos de control?
Me temo que el nuevo gobierno tiende a la primera “solución”, en varios frentes y de manera preocupante (al menos para mí) en el sistema de salud. Un cambio brusco, precisamente, en una de las tareas del Estado donde mayor continuidad y mejores resultados se han observado al menos desde la fundación del IMSS, en 1943.
Como en casi todos los países, las personas que tenían acceso a los servicios públicos de salud eran los trabajadores asalariados financiándolo con una triple cuota: del trabajador, del patrón y del gobierno.
Sin embargo varias décadas después, dado nuestro alto desempleo e informalidad, resultó que más de la mitad de la población ya no tuvo acceso a la seguridad social, pues no cumplen el requisito: tener empleo asalariado.
Lo detectó el Maestro Soberón desde los años 80 y logró introducir en la Constitución la protección a la salud como un derecho humano, no solo como servicio para quienes tienen la suerte de contar con un trabajo. Las administraciones ulteriores continuaron esa senda (el Mtro. Kumate, el Dr. De la Fuente, José A. González, los Doctores Frenk, Córdova, Juan, Narro), soportado por grandes médicos y enfermeras, quienes sucesivamente, construyeron un sistema que se propuso proteger a la población que estaba fuera.
Una modificación sustantiva a la Ley General de Salud (promovida por Julio Frenk, 2003) creó el Sistema de Protección Social en Salud y su brazo operativo, el Seguro Popular. Un mecanismo de financiamiento para la población sin acceso al IMSS ni al ISSSTE. A lo largo de 15 años, con virtudes y defectos, este sistema se expandió y hoy cerca de 54 millones de mexicanos están afiliados y millones más han encontrado un canal para proteger su salud.
Datos: en una década, el presupuesto del sector se incrementó en cerca de 1.3% del PIB. Con ese dinero se construyeron hospitales, clínicas, se contrataron más médicos y enfermeras. Es falso que se atiende a la población en los espacios y con el personal que ya existía. Según la Encuesta Intercensal 2015 (INEGI) el número de mexicanos con seguro público pasó de 40 en 2002 a 98 millones en 2015. Y más: si un paciente con cáncer (u otro padecimiento grave) llega en búsqueda de alivio y no esta afiliado, se le atiende obligatoriamente.
El gasto catastrófico se redujo de 2.7 en 2004 a 1.7% en 2015. La mortalidad infantil entre los afiliados disminuyó 32%, la mortalidad perinatal en 34% y el abandono de tratamiento en cáncer de niños se redujo del 30% a menos del 5%. Además se asiste de manera más regular a revisiones preventivas. Estos son efectos comprobables del Seguro Popular.
Como vivimos en un régimen federal, una parte de los recursos han sido administrados por gobiernos estatales y algunos, han desviado recursos o llanamente, se los han robado. ¿Culpa del Seguro Popular? No, culpa de esos ladrones que espero, nunca encuentren perdón sino castigo ejemplar de la justicia.
Y claro allí está nuestra desigualdad estructural. Las reglas del Seguro Popular son nacionales, pero no es lo mismo ser atendido en un hospital de Monterrey que en una clínica de Chilpancingo. Cualquier sistema –sea el que sea- enfrentará esa desigualdad para lo cual toca seguir invirtiendo. El lema “hacer más con menos” es una falacia: con menos, siempre, se hace menos.
Se ha llegado a decir: la reforma al sistema de salud “puede hacerse desde cero”. Definitivamente no: ese sistema es fruto de una historia, enormes esfuerzos humanos, materiales e institucionales. Cambiar sí, mejorar sí, pero respetando lo que generaciones de mexicanos honestos y brillantes han creado. Ojalá lo sepa comprender la “cuarta transformación”.