A mis queridos Héctor y Jorge.
Imaginemos por un momento que a los narcotraficantes, justo como sucedió con los traficantes de alcohol durante la prohibición estadounidense, se acaba despenalizando las tan dañinas sustancias con las que dichos criminales han acumulado sus desorbitantes fortunas. La consecuente pregunta sería obvia: ¿Qué harían aquellos miles (si no es que millones) de criminales recién desempleados, sin un centavo en el bolsillo y sin escrúpulos en el alma?
La respuesta es tan sencilla como aterradora: la gran mayoría de ellos continuar delinquiendo por medio del robo con violencia, el tráfico de personas, el secuestro y demás prácticas tan diabólicas como redituables. Por lo tanto, no es extraño que nuestra razón y nuestro instinto de supervivencia nos alerten a la hora de debatir sobre estos temas diciendo que “más vale malo por conocido que bueno por conocer”, o, más precisamente, que “si no sabes cómo arreglar un problema, mejor ni le muevas, que vaya que lo puedes dejar peor de como estaba”, pues todos preferimos (claro, pudiendo escoger tan sólo entre Guatemala y Guatepeor, por supuesto) que los ultraviolentos se enriquezcan a costa de los pobres drogadictos del país, a que lo hagan a costa de la vida de nuestros hijos.
Pero cuidado, que es justamente por lo verdadera que resulta ésta última afirmación que a una república le cuesta mucho más trabajo castigar a aquellos (los narcos) que colaboran en la destrucción de los otros (los drogadictos) que se esmeran en autodestruirse, que, por ejemplo, penalizar a aquellos que de plano violan y asesinan a nuestros niños y jóvenes con el único propósito de ganarse uno o varios centavos. ¿Sí me explico? Y ese trabajo adicional le cuesta a la república debido a la carencia de apoyo del pueblo que la primera prohibición suele acuñar en relación con la segunda.
Si no me crees, pregúntatelo con honestidad a ti mismo: si sólo pudieras prohibir con éxito una sola cosa, ¿qué prohibirías: el secuestro de gente buena e inocente o que un vago le venda un cigarrillo de marihuana a otro vago adulto, adquiriéndolo éste último de manera francamente voluntaria? Bueno, pues déjame decirte que, si te inclinaste en prohibir lo segundo en vez de lo primero, con toda confianza puedes contactarme para que te pase el teléfono de mi psiquiatra, que en el mejor de los casos ello significaría que te falta un tornillo (pero no te apures, que a mí se me han perdido un mínimo de tres, y eso tan sólo en lo que va del año), porque hay de males a males, y el uno en definitiva no se compara con el otro (aunque ambos, evidentemente, son actos cargados de serios niveles de malevolencia, sin lugar a dudas).
Así que, en efecto, si despenalizáramos las drogas, como ya los datos empíricos nos lo han revelado, la población civil viviría una temible y desgarradora alza en los secuestros y demás crímenes mayores, pero ésta sería temporal, puesto que el gobierno, con el total apoyo de la inmensa mayoría de la población, se uniría gustoso y con éxito a la cruzada para acabar de raíz con tan aberrantes criminales, porque incluso el loco y cobarde de yo te garantiza que, bajo dichas circunstancias, con todo gusto sacrificaría su vida si con ello pudiera aunque sea inspirar a un solo iluso para intentar salvar a nuestros niños y demás conciudadanos inocentes de las garras de esos seres ultraviolentos, que, para desgracia suya y de todos los suyos, son seres humanos que, objetivamente hablando, harían mucho menos daño muertos que vivos.
Posdata: si tú, respetable lector, eres uno de esos monstruosos seres ultraviolentos, no la chingues y reflexiona en eso que te digo: ¿en serio no te cala saber que le haces más bien al mundo muerto que vivo? ¡Bueno, caramba, pues entonces a ponerse las pilas, que dicen por ahí que nunca es tarde para dejar de hacer estupideces o maldades!