Se entiende la lógica de López Obrador y de Morena a propósito de la decisión de un ministro de la Suprema Corte, y de otras por venir, sobre la reducción de remuneraciones en el sector público. Ellos saben que el recorte de sueldos es popular, que los magistrados sí ganan más que otros funcionarios, y que es fácil colocarlos en la posición de juez y parte. Mejor: en la de ser partícipes o cómplices en la redacción de varios recursos de inconstitucionalidad al respecto, y de la avalancha de amparos que ya se presentaron o que vienen en camino. De entrada, el gobierno y su partido colocaron al Poder Judicial –y al Legislativo– en una posición de debilidad.
La gente aplaude –sin enorme entusiasmo tampoco– la reducción de salarios y prestaciones de los funcionarios, en el sentido más amplio de la palabra. Aunque queda por resolver el asunto, se supone que la ley de remuneraciones afecta a todos: los tres poderes, los organismos autónomos y paraestatales o descentralizados (como se decía antes). Incluye a la UNAM y al CIDE, al INEGI y al INAI, a Pemex y a la Suprema Corte. Cualquier recurso jurídico se enfrentará a lo que ya hemos visto: declaraciones de líderes de Morena en las cámaras denunciando a los promotores, y de AMLO acusando a los jueces y/o a los damnificados de ser enemigos de la patria y de Juárez. Sólo falta echarle a la gente –al pueblo sabio– encima, con manifestaciones, en las redes sociales, en los medios, donde se pueda.
AMLO y Morena saben también que la inmensa mayoría de los afectados no van a pelear sus salarios y prestaciones. Ante todo por miedo a ser despedidos, pero también porque así es el funcionariado en cualquier parte del mundo, aunque quizás más en México. Fuera de los jueces que ya han presentado solicitudes de amparo, veremos cuando caiga la primera quincena de enero, cuántos servidores públicos aceptan entrar en litigios, protestas y denuncias.
Es una batalla ganada de antemano por AMLO y Morena. El problema es si vale la pena darla, y ganarla. El simbolismo de la reducción de salarios es evidente, como todos los que le gustan a AMLO: apelar al sentido común de la gente, en el entendido de que carece de la información y la experiencia necesarias para reaccionar con sensatez. Los funcionarios ganan mucho, demasiado, fortunas, y el pueblo no. Visto así, es un silogismo imbatible. El reto consiste en definir cuánto es mucho, quién lo define y a quién se busca complacer.
A López Obrador le encanta fijarse metas alcanzables, incluso con facilidad (suprimir las pensiones de los expresidentes), para evitar cualquier cotejo de la realidad con sus propuestas más complejas y a mayor plazo. Pero también posee una gran sensibilidad para detectar los símbolos, los gestos, los actos o los razonamientos que a la gente le gustan.
Él y sus partidarios tienen además la enorme fortuna de no plantearse nunca si tal o cual símbolo o decisión es favorable o perjudicial para el país. Lo importante es que una parte importante de la sociedad mexicana –sin duda mayoritaria– aplauda y sinceramente se regodee de los gestos: Los Pinos, el avión, el Jetta, etc. Carece por completo de sentido reclamarle a AMLO, a sus bases o a sus cuadros este comportamiento. Estaba cantado y funciona.
La pregunta debe dirigirse a quienes en teoría pueden entender todo esto, y saben hacia dónde nos lleva. Hay voces discrepantes, desde luego. Pero comparado con el peligro que representa proceder de esta manera, dichas voces no pasan la prueba de la risa. Hay muchas personas en México que conocen la historia de otros países en estas y otras épocas. Siguen calladas. Recurrir a un símbolo con el exclusivo criterio de su aceptación o aprobación por el pueblo, debiera aterrar a más de uno. No los veo.