Las elecciones del pasado 1 de julio sellaron un cambio de era en México. La llegada por primera ocasión en la historia de un partido político de izquierda a la Presidencia de la República conllevó un mensaje contundente e irreversible: no al PRI, no al bipartidismo y no al estatus quo.
En esta fecha histórica no solamente se jugó la presidencia, la totalidad del Congreso, distintas gubernaturas, congresos estatales y miles de puestos de elección popular, sino la relación de México con el mundo. Los resultados electorales también cimbran el rumbo de la diplomacia mexicana y el alcance de la política exterior, un referente que generalmente pasa desapercibido a la hora del juicio de las urnas.
La construcción del futuro de México requiere revisar su relación con el mundo y preguntarse sobre los desafíos, amenazas, dilemas y grandes oportunidades que podemos extraer para nuestro beneficio. Los mexicanos no le damos importancia a la relación de México con el mundo, contamos con una escasa cultura internacional y actuamos de forma provinciana y ombliguera en medio de la dinámica desplegada por la globalización, interdependencia y la cuarta revolución industrial.
Siendo un país miembro del G20 y contando con 12 TLC con más de 46 países, geografía envidiable, capital humano y enormes recursos naturales, no hemos definido nuestro rol en la escena internacional. ¿Qué somos y qué queremos ser en el siglo XXI? ¿Deseamos ser potencia media y país líder en América Latina? ¿Aspiramos a colocarnos como nación-puente entre el Atlántico y el Pacífico? ¿Nuestra mirada debe concentrarse en el Norte o Sur? ¿En qué temas buscamos posicionar una voz robusta en la agenda multilateral? ¿Cuáles son los intereses que deben guiar nuestra relación con China y Rusia? En fin, una cascada de cuestionamientos ante el pensamiento limitado y acotado de México frente al mundo.
Como práctica común, la élite política mexicana desdeña que los grandes problemas de México están relacionados directamente con el mundo. Gran parte de los asuntos de agenda doméstica e interna tienen como equivalente un correlato regional e internacional, e incluso se les olvida que la política exterior yace como fuerza motora del desarrollo, pues gran parte de nuestros ingresos, inversiones, remesas, empleos, becas y posible financiamiento depende de nuestro armazón con el mundo.
Tengamos presente los siguientes argumentos: el 78% del PIB nacional está relacionado con el comercio exterior de México de acuerdo al Banco Mundial. La estrategia de seguridad nacional requiere forzosamente incluir un enfoque regional y específicamente centroamericano si queremos cantar victoria y el combate al cambio climático no se puede desligar de la interdependencia ecológica, ya que los gases de efecto invernadero que produce el mundo le afectan a México y viceversa.
De forma paralela, el establecimiento de una política de drogas triunfante requiere de una revisión integral de lo que sucede al interior de Estados Unidos, no podremos ganar la partida si no sabemos cómo se comportan los estados de la Unión Americana, pues más de la mitad han despenalizado la marihuana. En pocas palabras, no podremos resolver nuestros problemas si no conocemos qué hacen los demás.
México debe expandir su campo visual en materia de política exterior –éste no es un tema menor o asunto efímero- ni tampoco un instrumento complementario de la política pública, todo lo contrario, se trata de una macroestructura para generar desarrollo económico y bienestar social. Por ello, debemos de forjar una diplomacia con base en nuestra estatura, equivalencias e intereses en el mundo. No solamente debemos de comportarnos como lo que somos, sino contar con una visión clara de las tendencias políticas, económicas, ambientales, científicas y tecnológicas que se despliegan al calor del siglo XXI.
La única manera de insertarnos estratégicamente en el mundo es contando con una mirada retrospectiva, introspectiva y prospectiva de lo que sucede allá afuera, ésta última que debe incluir los “estudios del futuro” en nuestro pensamiento y toma de decisiones.
Los vínculos de México con el mundo están marcados por Estados Unidos, nuestro principal socio comercial y primer inversor en nuestro país, pero ¿cómo lidiar con Donald Trump y el gobierno más antimexicano en la historia reciente de la Unión Americana, el personaje que nos utilizó como piñata electoral para ganar rentabilidad política? Recordemos que fue la furia nativista, nacionalista y proteccionista de Washington la que desconoció la naturaleza de la relación bilateral y propuso la construcción del muro fronterizo, la deportación de migrantes indocumentados, la militarización de la frontera, la narcotización de la agenda y la renegociación del TLCAN.
En este contexto tan complejo cabe preguntarse si el gobierno de AMLO cuenta con un plan para enfrentar el gobierno dividido en Estados Unidos y una posible parálisis en el Capitolio, el mandato arrojado después de las elecciones intermedias del 6 de noviembre.
Frente a Centroamérica, la única certeza para la diplomacia mexicana pasa por repensar nuestra plataforma de vínculos y unir esfuerzos de acción compartida con eco regional e integral, la tradicional zona de influencia de México en la que desplegamos un rol pacificador en épocas del Grupo Contadora. Tras haber disminuido nuestra presencia en esta región prioritaria, el país debe convertirse en figura facilitadora de una ofensiva mucho más ambiciosa de ayuda en materia de desarrollo económico y social, a propósito de paliar la pobreza, violencia y exclusión.
Mayor voluntad político y sumatoria de esfuerzos entre los países de origen, tránsito y destino de migrantes debe ser la lección aprendida después del ciclo de desplazamiento forzado palpado con la caravana migrante.
Hacia América Latina, el bono democrático de AMLO y talla moral deberá ser aprovechado para llenar el vacío de liderazgos que priva en la región, un mensaje que adquiere mayor revuelo, tras la victoria del ultraderechista Jair Bolsonaro en Brasil, la figura que ha escandalizado a la comunidad internacional. En esta región, México debe impulsar con fuerza el proceso de convergencia entre la Alianza del Pacífico y el Mercosur, empoderar la diplomacia cultural como poder suave de la región y convertirse en país ejemplo en materia del combate a la corrupción.
La prueba de fuego de AMLO en América Latina será su posicionamiento en torno a Venezuela y Nicaragua. Teniendo México firmada la Carta Democrática Interamericana de la OEA y siendo la segunda economía de la región ¿abandonaremos el Grupo de Lima, el foro de 14 países que denuncia el deterioro democrático, el abuso del poder y las elecciones fraudulentas del pasado mes de mayo en Venezuela? ¿Se impondrán los principios de la no intervención y autodeterminación de los pueblos frente al gobierno de Nicolás Maduro considerando la crisis humanitaria y el éxodo venezolano que está desbordando las fronteras regionales?
Además, ¿formaremos parte del grupo de países latinoamericanos que han solicitado a la fiscalía de la Corte Penal Internacional (CPI) investigar los supuestos crímenes de lesa humanidad del dirigente chavista? Frente a estos dilemas, tengamos presente que estas dos coyunturas en particular le pueden representar a AMLO espacios de mayor autonomía frente a Washington.
Los desafíos de México tocan otras latitudes. Revisar nuestro papel en Europa y Asia ante el cambio de era geopolítica resulta urgente, pues los vínculos con China, Rusia y la Unión Europea serían las cartas para contrapesar nuestra compleja y asimétrica relación con Estados Unidos.