El 4 de diciembre de 1970, apareció en Excélsior un artículo titulado «Rogativa». Su autor era el historiador, ensayista y editor Daniel Cosío Villegas; su destinatario, el nuevo presidente Luis Echeverría.
Con la herida abierta de Tlatelolco y los líderes estudiantiles en la cárcel, México vivía tiempos de zozobra. A sabiendas de que en aquel sistema político el presidente era todopoderoso, don Daniel escribió: «México no necesita tanto un líder político; tampoco un reformador administrativo; ni siquiera un promotor enajenado de las obras públicas. Por lo que clama es por un líder moral, que sirva de ejemplo y de inspiración a todo el país».
Ese líder de sólida «contextura ética» debía tener dos prendas: rectitud y generosidad. La primera suponía «severidad» y «firmeza en las resoluciones» pero «a condición de ser justas, de apegarse a la ley y a la razón», y de estar acompañadas por «la mesura, es decir, la moderación y el comedimiento». La generosidad significaba, llanamente, «obrar con magnanimidad y nobleza de ánimo».
Ha pasado medio siglo. Desde 1997, las resoluciones no han dependido solo del Ejecutivo sino de su relación con un Legislativo que las aprueba, modifica o rechaza, de un Judicial que avala o no su constitucionalidad, todo en el marco de un pacto federal, instituciones autónomas y libertades civiles. Si bien nuestra democracia ha sido imperfecta, ha representado un progreso frente a la dictadura perfecta. Bajo las reglas, instituciones y libertades de esa democracia, el mandato legítimo e inequívoco de las elecciones del 1 de julio fue concentrar el poder una vez más, de manera absoluta, en el presidente. Esta realidad, aunada a la circunstancia aún más dramática de violencia e inseguridad que vivimos ahora, otorga nueva vigencia a los consejos de don Daniel.
Treinta millones de ciudadanos votaron por el candidato López Obrador porque han visto en él a un líder moral. Hay otro sector que piensa distinto. Para ese sector -en el que me incluyo-, el presidente electo López Obrador tomó varias resoluciones con severidad y firmeza, pero no con apego a la ley y a la razón. Tampoco lo ha caracterizado la mesura, la moderación y el comedimiento. En cuanto a la generosidad, la magnanimidad y nobleza de ánimo, sus beneficiarios han sido los políticos corruptos, no los críticos demócratas, a quienes con frecuencia descalifica.
Todos los mexicanos, los que votaron y no votaron por él, serán quienes juzguen su desempeño como presidente. Pero una cosa es clara: por sus hechos lo conocerán. La altura moral de un gobernante no se mide por la belleza abstracta de unas ideas o principios. La altura moral de un gobernante se mide por la traducción concreta de sus ideas y principios. Por olvidarlo, muchos revolucionarios del siglo XX, enamorados de su propia pureza moral, han causado la ruina de los pueblos que querían redimir.
Hoy el liderazgo moral debe incluir la rectitud firme, legal, racional y generosa que predicaba don Daniel. También la práctica adicional de tres valores permanentes.
Uno es la civilidad. Esta noble tradición implica respeto a quien no piensa como uno. Tolerancia, entendida como disposición a convivir con el otro y, sobre todo, a escucharlo. Cuidado extremo con la palabra pública, que usada como vehículo de odio puede lastimar irremediablemente. Y lo que los antiguos llamaban espíritu cívico, buscar el bien público con sentido de responsabilidad.
La concordia es otro valor fundamental. «La concordia -decía Cicerón- es el mejor y más apretado vínculo de todo Estado». Dividir a la sociedad mexicana entre el «pueblo» que apoya al presidente y los enemigos del pueblo que no lo apoyan o lo critican, es entrar en la zona minada de la discordia. Las naturales diferencias de opinión no deben desgarrar a la familia mexicana.
El valor cardinal es la libertad. «La libertad individual -escribió Cosío Villegas en 1951- es un fin en sí mismo y, a la vista de nuestros días, el más apremiante que pueda proponerse al hombre». Lo sigue siendo, sobre todo la libertad de expresión y de crítica.
Si asume esos valores, el presidente puede descubrir caminos acaso insospechados para cumplir, en la práctica, sus mejores promesas.
Don Daniel concluía con estas palabras:
Esta es mi rogativa, señor Presidente: que se convierta usted en ese ejemplo moral de la nación mexicana.
Con el mismo respeto hago mío su mensaje, pero cambiando una palabra. No es una rogativa. Es una exigencia que comparten muchos mexicanos.
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