Las expresiones y actitudes del presidente electo sobre la prensa que no le agrada son altamente preocupantes. Y lo son más ahora, porque resuenan en las redes sociales como una orden de ataque. Muy pronto, nada podría impedir que sus partidarios más enardecidos pasen de la batalla verbal a la física. Si ocurre en Estados Unidos (donde las arengas de Trump contra las supuestas «fake news» han provocado ataques a periodistas del New York Times, el Washington Post o CNN), nada impide que la prensa «fifí» -como la llama López Obrador- comience a sufrir embates similares.
La tensión entre los medios impresos y poder tiene una larga historia. En un ensayo de 1954 titulado «La prensa y la libertad responsable en México», Daniel Cosío Villegas escribió que la nuestra era «una prensa libre que no usa su libertad». El gobierno, es verdad, tenía «mil modos» para «sujetarla y aun destruirla».
Piénsese, por ejemplo, en una restricción a la importación de papel fundada en la escasez de divisas; en una elevación inmoderada de los derechos de importación al papel o a la maquinaria; en la incitación a una huelga obrera y su legalización declarada por los tribunales del trabajo, en los cuales el voto del representante gubernamental resulta decisivo; etcétera.
Con todo -concluía don Daniel- la prensa tenía un margen de libertad que desaprovechaba. Era próspera pero inocua, vacía de ideas e ideales y, sobre todo, servil: «simplemente ha aceptado la idea de la sujeción (al gobierno), se ha acomodado a ella y se ha dedicado a sacar ventajas transitorias posibles sin importarle el destino final propio, el del país y ni siquiera el de la libertad de prensa, a cuya salvaguarda se supone estar consagrada en cuerpo y alma».
El razonamiento de Cosío Villegas tuvo su prueba de fuego en el sexenio de Luis Echeverría, cuando surgió un periódico decidido a rechazar la sujeción y defender la independencia crítica. Era el Excélsior de Julio Scherer. El gobierno había empezado bajo la promisoria consigna de la «apertura democrática», la «crítica y la autocrítica». Por supuesto, era una treta. Al poco tiempo Echeverría comenzó a perorar contra aquel periódico donde cada sábado aparecían los punzantes artículos del «escritorzuelo» Cosío Villegas. Cuando esa táctica intimidatoria falló, su secretario de Gobernación contrató una pluma mercenaria para escribir un libelo titulado «Danny, discípulo del Tío Sam». Acto seguido, Echeverría indujo un bloqueo de publicidad privada (la oficial era muy menor). En última instancia, orquestó el golpe al diario, lo confiscó en los hechos, volviéndolo un esclavo del régimen. Su sucesor, López Portillo, incrementó la presencia oficial en los medios para domesticarlos. Y, argumentando el famoso «no pago para que me peguen», cortó la publicidad a Proceso. Fue inútil. Para entonces, además de Proceso, habían nacido revistas y periódicos empeñados en ejercer la independencia crítica.
Vivimos otros tiempos, pero la tensión persiste. Sujeta a las viejas restricciones, y lastrada por sus vicios y conveniencias, nuestra prensa no usa plenamente su libertad. Dependientes de la publicidad oficial, muchos medios ceden a la servidumbre voluntaria. A riesgo de perder el alma, deberían resistir.
Tampoco el próximo gobierno debe actuar de manera ilegítima contra la prensa. Es correcto que busque dar la mayor transparencia a sus vínculos económicos con los medios y acote o incluso cancele la publicidad oficial, pero no tiene razón en descalificar a los que le resultan incómodos. Llamar a la prensa «fifí» es imputarle intereses ocultos o ideologías contrarias a la verdad histórica encarnada en el poder. Es un abuso. Si existen pruebas de esos intereses ocultos, que se exhiban. Y ningún poder tiene el monopolio de la verdad histórica.
No solo falta a la justa razón el presidente electo, también al derecho. En este tema incide el criterio de asimetría entre las partes, sobre el cual la Suprema Corte ha sentado jurisprudencia. Las sentencias que ha emitido en los últimos años han privilegiado la libertad de expresión bajo una idea rectora: entre mayor sea la relevancia pública del objeto de una crítica, mayor latitud tendrá la libertad de expresión para criticarlo.
Tomando en cuenta su posición de poder, y por respeto a la razón, el derecho y aun la vida de los periodistas, el presidente electo debe mostrar la mayor tolerancia ante la crítica hacia su persona y su gestión. Y la prensa, contra viento y marea, debe seguir siendo un reducto de libertad.
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