En el refugio ya no cabe un alma. Los últimos grupos que llegaron duermen en el exterior hacinados entre las banquetas.
Daniel, uno de los más de 5.600 migrantes que se encuentran en el albergue, tiene apenas 11 años de edad. Ya recorrió varios miles de kilómetros y estuvo cerca de llegar a los Estados Unidos. «Dany», como le llaman, ya se dio por vencido.
Huyó de su poblado natal harto de la pobreza extrema. Alguien le contó de la «caravana migrante» y se sumó a solas al contingente.
Este lunes, acompañado por oficiales de los Grupos Beta -unidad del Instituto Nacional de Migración especializada en brindar orientación y asistencia a migrantes-, pidió a los encargados del módulo de atención de la Organización Internacional para las Migraciones (OIM) que lo pongan en la lista de traslados voluntarios.
Ya está cansado, desnutrido y enfermo. Quiere volver a Honduras.
El albergue en el centro deportivo fue cercado por fuerzas federales mexicanas luego del enfrentamiento del domingo, cuando cientos de centroamericanos rompieron una barrera policial para tratar de ingresar a Estados Unidos, siendo repelidos con gases lacrimógenos de la policía fronteriza estadounidense.
La cantidad de personas aglomeradas, las casas de campaña improvisadas con cobijas y plásticos, las filas para tomar la ración de comida hacen recordar la prisión de La Mesa de Tijuana.
En las décadas de 1980 y 1990 la penitenciaria fue conocida como «El Pueblito». Allí convivían los reos con sus esposas e hijos. Había tiendas de abarrotes, puestos de comida y el «panal», como se conocía una sección donde dormían cientos de internos hacinados.
El campamento de los migrates luce ya como «El Nuevo Pueblito».
Decenas de varones -jóvenes en su mayoría, y delgados- recorren las instalaciones. Salen y entran. Afuera buscan al hondureño que vende cigarros. Todos lucen una pulsera color naranja fluorescente que les permite ir y venir.
«Cigarros, cigarros, banda», grita un joven, imitando el acento de los vendedores de Ciudad de México.
Adentro, una carpa imponente cubre la mayoría de las casas de campaña que fueron entregadas a los primeros migrantes que arribaron. El campamento se localiza en el campo de béisbol y el área de cocina y de logística en lo que era el gimnasio.
Los inodoros de la unidad deportiva fueron insuficientes desde el primer grupo de migrantes. Ante ello fueron rentados baños móviles de los que se utilizan en eventos deportivos y artísticos. Las filas son largas para usarlos.
Temprano, los migrantes ya buscan alimento. Algunos salen a la tienda de la esquina o a las calles aledañas. La mayoría esperan los alimentos que se distribuyen en la cocina de la Secretaría de Marina-Armada de México.
Hoy les tocó carne a la mexicana con frijoles y arroz. De tomar, chocolate caliente. Una mujer hondureña que no rebasa los 30 años carga un menor de un año y lleva de la mano a sus dos hijas gemelas, si acaso de cuatro años.
«Tenemos temor, pero ya estamos aquí», dice mientras espera en la fila. Ella dejó su lugar natal, Colón, en Honduras. Tiene una hermana que vive en Carolina del Sur (EE.UU.) y confía en llegar hasta allá, si el Gobierno estadounidense lo permite.
Dice que no fue de los migrantes que fueron a la «marcha pacífica» que culminó en un intento de cruce y enfrentamiento el domingo, pero desde el albergue «vimos todo y nos dio miedo».
En la unidad deportiva, decenas de mujeres se asean y lavan la poca ropa que tienen, mientras otras colaboran en las actividades de limpieza del mismo refugio o cuidan a sus hijos que corretean entre la parte de cemento y la cancha de tierra, donde se hizo un lodazal.
Otros pequeños se divierten en los juegos infantiles, vigilados por sus padres. Empleados del Ayuntamiento de Tijuana coordinan los accesos; un férreo control de las entradas y salidas.
Con tapabocas y chalecos con logos del Ayuntamiento, los servidores públicos se reparten en turnos la supervisión del refugio provisional. Muchos de ellos ya se notan cansados.
Muchos hombres juegan a las cartas para entretenerse. Otros cargan sus teléfonos celulares para mantenerse comunicados a cualquier hora. Los centroamericanos, hondureños en su mayoría, dedican varias horas a Facebook para mantenerse informados de sus comunidades y sus familias. Todo mientras aguardan un futuro incierto.