Abundan las aristas de la insólita decisión de López Obrador de enterrar el aeropuerto de Texcoco e inventar el de Santa Lucía. La obsesión nacional al respecto –no sé si del todo justificada– asegura que casi todos los aspectos de la crisis aeroportuaria hayan sido escudriñados por la comentocracia, el empresariado y la clase política. No hay mucho más que decir, salvo repetir lo mismo: una decisión equivocada de AMLO, una incapacidad de sus colaboradores de convencerlo de lo contrario, una consulta ficticia en cuanto a la sociedad mexicana se refiere –no en lo tocante a los seguidores de AMLO– y un sinfín de repercusiones de toda índole en los días y los años venideros. Me limitaré entonces a un aspecto, de menor importancia, pero curioso, de todo este sainete.
Enrique Peña Nieto dejará como legado esencial la terrible derrota del PRI en las elecciones de 2018, la entrega del poder a un candidato presidencial todo poderoso gracias en buena parte a la elección de Estado organizada por el propio Peña Nieto, unas buenas reformas que probablemente se revertirán durante el nuevo sexenio, y el recuerdo de más muertos que Calderón y una corrupción percibida como infinita. Lo único positivo y duradero que hubiera podido entregar era… Texcoco. Nunca llevaría su nombre el nuevo aeropuerto, por todas las razones expuestas, y muchas más, pero la obra la habría iniciado él, y cuando se inaugurara, de panzazo, en el sexenio de su sucesor, sería recordado como quien finalmente pudo hacer lo imposible: un nuevo aeropuerto para la Ciudad de México. No era poca cosa.
Por eso me extraña sobremanera su decisión de no hacer campaña a favor de –ni de colocar al Estado al servicio de– la opción de Texcoco. Ciertamente se pronunció después de la llamada consulta en cuanto a algunos costos hundidos de la cancelación; permitió que su secretario de Turismo hiciera proselitismo televiso; manifestó tímidamente su propia posición, pero campaña, lo que se llama campaña, nada. He escuchado tres explicaciones de este silencio o abdicación.
Una consiste en su resignación ante la propia impopularidad. Así como Peña hundió cualquier apoyo a sus reformas justamente por ser suyas, de haber hecho campaña por Texcoco le habría ido… peor al NAIM. ¿Cómo por cuánto? ¿Peor que 70% vs. 30%? Me cuesta trabajo creer que el Presidente de México, por impopular que sea, no podía convencer/inducir/acarrear los quinientos mil votos de diferencia entre Texcoco y Santa Lucía. Sobre todo en el Estado de México, primer padrón del país, y hasta donde entiendo, primera entidad en materia de casillas de Morena para la consulta.
Segunda: no quería legitimar una consulta ilegal, sesgada, opaca y hecha a modo. Prefirió mantenerse alejado y no comprometer la investidura en una farsa. Tal vez, pero entonces hubiera podido hacer campaña contra la consulta, o instruir a su gabinete a que lo hiciera, aunque se hubiera enojado López Obrador. No me convence mucho la tesis.
Tercera y última: no le correspondía, ya de salida, entorpecer una labor prácticamente de gobierno del nuevo Presidente. La consulta tuvo lugar durante su mandato, pero involucraba una decisión del mandato de López Obrador, y Peña pensó que se hubiera tratado de una injerencia indebida de su parte. En efecto, pero sólo tuvo lugar la consulta durante su sexenio porque así lo decidió AMLO, nadie más. Era perfectamente posible posponer todo el numerito hasta diciembre o enero, incluso con una nueva legislación; la injerencia más bien fue de AMLO en el sexenio de EPN.
Me temo que la verdadera respuesta yace en el pacto de impunidad, fraguado al calor de la campaña, o desde las elecciones del Edomex en 2017, entre Peña y López Obrador. AMLO le hizo entender a su predecesor que no deseaba que interfiriera en el tema del aeropuerto; Peña aceptó la súplica/amenaza y apechugó. Huelga decir que nada de esto me consta, pero ya entrados en dichos, me extraña que siendo araña, Peña Nieto haya permanecido callado por magras razones. Fueron de peso.